16.- Una noche muy larga y una mañana de rumores.

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Leyla corrió unos veinte metros por la explanada, sobre la hierba mojada por la lluvia, hasta conseguir situarse justo debajo del despacho de Minerva, y, sin detenerse un minuto, temblando, lanzó unas estelas verdes brillantes que ascendieron hacia el cielo. Debido al estado de nervios de Leyla, estas fueron tan intensas y llamativas que sin duda habían podido ser vistas por la directora, aunque se encontrase durmiendo. Leyla ni siquiera se había atrevido a tocar a Emma, que permanecía sin moverse, y había corrido a perdir ayuda. Sabía que esta llegaría en cualquier momento, pues mientras las azules significaban peligro, unas estelas de color verde señalizan un grave daño humano.

Minerva las sintió antes incluso de verlas pasar sobre su ventanal, y no tardó un segundo en aparecerse sobre la llanura. Vio a Leyla, empapada y nerviosa a unos cuantos pasos de ella, y el corazón se le paró. Sabía de quién se trataba mucho antes de ver a su hija inmóvil sobre aquella dura y mojada escalera.

Aquella noche fue larga. La nubes opacaron el brillo de las estrellas, que no se dejaron ver ni siquiera un segundo; y la luna, incompleta y apagaba, parecía haber perdido también todas las ganas de lucir. El silencio que empapaba la estancia se había llenado de incertidumbre y pesar, de una gran preocupacion que dejaba a todos los allí presentes, que no eran muchos, sin poder pensar en otra cosa que en la chica joven que se hallaba dormida sobre esa incómoda cama, como si fuera a quedarse en esa posición para siempre.
Sí, sin duda fue una noche larga. Una noche que Minerva recordaría siempre con el corazón sobrecogido, llena de culpa y remordimientos por haber descuidado a su hija aunque fuera tan solo un momento, aún sabiendo todo lo que estaba ocurriendo. Por ese motivo, aquella noche, Minerva no se apartó ni un segundo de su lado, con la esperanza de que despertara en cualquier momento. Y así, mientras sentada sobre uno de los taburetes de madera de aquella blanca enfermería, cogía fuertemente la mano de su inconsciente hija, la manecilla larga del reloj colgado encima de la puerta, sencillo y redondo, fue avanzando lentamente a cada segundo, prociendo un suave sonido mecánico cada vez que se cumplía uno.
Muy lejos de allí, la mente de Emma se hallaba perdida.

Se trataba de una habitación vacía. O lo estaría de no ser por las cajas de mudanza apiladas bajo el pequeño ventanal, por el cual se colaba un rayo de luz azulado y pálido. Parecía más bien algún tipo de desván que una simple habitación, pero era bastante grande. En las esquinas del techo, que descendía poco a poco hacia el ventanal, sobre las vigas de madera que denotaban que se trataba de una casa vieja, colgaban impresionantes y opacas telerañas de todas formas y tamaños, algunas de ellas con inquilino incluido. Las cajas y los rincones del suelo, de una madera muy similar, también se cubrían de una espesa capa de polvo. Emma se encontraba parada en el medio de este, con los pies bien fijos al suelo, como si no se pudiera mover. Parecía estar sola, en la penumbra, en medio de aquella tranquilidad, que fue rajada de pronto. El sonido de un cristal, o de algún material parecido, roto en el piso de abajo la sobresaltó. Un grito desgarrador se oyó después, uno que, ante la confusión, no supo si pertenecía a un hombre o a una mujer. Pero fue lo bastante intenso como para alertar a la chica que había estado inmóvil hasta entonces. Emma reaccionó, y, asustada de que algo malo pudiera haber pasado, se dirigió rápidamente a la puerta, que abrió con cuidado, y bajó sigilosamente las escaleras, por no saber que podría encontrarse en el piso de abajo. Sin embargo, todo su esmero fue en vano, porque cerca ya del final, pisó uno de los escalones demasiado en el borde y resbaló, bajando de bruces el resto de escalones hasta chocar contra el suelo, aterrizando con las manos, produciéndole un agudo dolor. Trató de incorporarse, quejosa, mientras se miraba sus adoloridas manos, manchadas de un extraño líquido rojizo. Bajó entonces la mirada hacia el suelo, para observar el pequeño charco al que pertenecía, abriendo mucho los ojos al descubrir de qué se trataba. Era una mezcla de agua y sangre, con pequeños trozos de cerámica pertenecientes al jarrón que había oído romperse desde el piso superior. Pero no procesó mucho más, porque entonces vio su rostro reflejado en la parte de agua que aún no se había mezclado con el rojo humor. Era su cara, sí. Pero era la cara de una Emma de unos nueve o diez años.

Emma: La calma precede la tormenta.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora