O'oosi - Ella tiene un padre

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Asomada en la balaustrada de mi habitación, el azul del cielo besaba al azul del océano. Tras un pequeña pero densa arboleada de pinos, robles y olmos, podía verse el oleaje de aquella localidad costera. Era el detalle que más me agradaba de la vivienda, la cual Antoine había escogido minuciosamente. Cierto médico le había aconsejado que, dada la tragedia acaecida en nuestra familia, nos instaláramos junto al mar. Se creía que ayudaba a los nervios. Sin duda, había sido un respiro. En los momentos en los que no me ocupaba del jardín trasero —única afición que había decidido conservar—, me dedicaba a caminar por la orilla de la playa. Vivíamos gratamente apartados de la ciudad, a días de distancia de los vecinos más próximos, y nadie podía molestarme en mi intimidad con la suave arena. En cierto modo, hundir la vista en las olas me recordaba el tacto de la libertad antaño saboreada.

— ¡Catherine, baja a ayudarnos! — me llamó Antoine desde los terrenos de nuestra parcela.

Nos habían traído dos caballos nuevos y, aunque había estado observando durante largos minutos cómo él y los criados no podían controlar a uno de los ejemplares, había decidido mantenerme al margen.

— ¡Baja, te necesitamos! — insistió, riéndose.

Rápidamente llegué a la planta inferior y salí al porche lateral. Reprimí una sonrisa al ver que se caían al suelo por intentar inmovilizarlo.

— ¿Qué tipo de caballo te han vendido? — crucé los brazos en torno al pecho.

Era un corcel mestizo. Podía distinguirlo por el color de su pelaje y las pequeñas motas blancas. Estaba raquítico.

— ¿Cuánto has pagado por él? Está moribundo.

— ¿Qué importa? Necesito que lo montes para meterlo en el establo con los demás — se secó el sudor de la frente.

Levanté las cejas, sorprendida por su proposición. Antes de que replicara, él dijo:

— Sé que no montas desde hace años, pero se escapará.

No montaba desde 1754. Ni tan siquiera me acercaba a los demás caballos. Aquellos animales portaban el peso de un nombre que deseaba enterrar.

— Hemos de comenzar la cosecha y...

Interrumpiéndole, descendí la breve escalinata y los dos criados se me quedaron mirando fijamente. Lo sujetaban a duras penas con una cuerda anudada al cuello y éste daba coces y relinchaba como un loco. Estaba asustado. Sin quererlo, me recordó a mi propio y convulso interior.

— Vais a hacerle daño.

Me aproximé y el caballo se enturbió todavía más.

— Dadle la cuerda —sugirió Antoine.

Los sirvientes casi me la lanzaron a las manos: tratar con rocines así era altamente peligroso.

— Retroceded un par de pasos — indiqué.

Obedeciendo, pronto ocupé un espacio íntimo con él. Sujeté la cuerda con fuerza y empleé la mano derecha para dirigirla a su lomo. Como respuesta, se revolvió y dio dos coces que esquivé con tranquilidad.

— Ten cuidado, Cat.

El dolor me golpeó. El dolor de los recuerdos. De pronto me encontré en una pradera del campamento de Onida. El olor a flores silvestres me sobrecogió.

— Tranquilo, chico, tranquilo... — empecé a susurrarle.

Me vi: me vi montando a Algoma por primera vez. La sensaciones de nuestras múltiples cabalgatas... E Inola, el semental negro que hubiera viajado conmigo hasta el fin del mundo.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasKde žijí příběhy. Začni objevovat