Dibiki-ayaa - Ella está en la oscuridad

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"Tú no eres una mujer, eres una cría asustada".

Cuando me encontré de nuevo sola en mi habitación, anduve hasta la cama con lentitud y me tumbé sobre ella, abrumada. Me temblaba todo el cuerpo y la palma de la mano todavía me vibraba con dolor. Cerré los ojos, sin saber cómo llorar, e inspiré para poder disfrutar del rastro de su olor en mis sábanas. Namid olía a tierra y a jardín, a una puesta de sol, a mar embravecido por el viento. Mis senos subían y bajaban con rapidez al ritmo de una respiración inusual, alterada. Diversas ideas rondaban mi cabeza, pero desde el momento en que racionalicé que sentía una agresiva atracción por Namid, casi venenosa, supe que no desaparecía porque sí, parara lo que pasara. Durante aquellos años, yo era demasiado joven para asimilar de forma honesta qué significaban aquellos cosquilleos, el espionaje hacia sus labios, la vergüenza que sentía cuando lo veía correr tras los animales. "Así debe ser estar enamorada de alguien", deduje. Mi ignorancia con respecto a la atracción entre los sexos no había cambiado en demasía: seguía teniendo una pésima idea de cómo funcionaban las relaciones amorosas. Lo que yo había experimentado con él iba más allá de lo establecido, de los parámetros que cualquier persona experimentada en materia de afectos pudiera haberme proporcionado..., y me sorprendió que aquella muestra de violencia por su parte me hubiera resultado excitante. "Has perdido el juicio, Catherine", suspiré. A pesar de que había crecido en todos los sentidos, a pesar de mi inquebrantable ingenuidad, podría haber jurado por mi honor que, cuando Namid se acercó el mechón a sus sentidos, deseé fervientemente que lo hiciera con todo lo demás, sin importarme las consecuencias.

"Tú no eres una mujer, eres una cría asustada".

Sus palabras reposaban sobre la escarcha de mi corazón, hiriéndome demasiado profundamente. ¿Aquella descripción era como me percibía?, ¿como una cría asustada y virgen? "No se ha equivocado", pensé. No se había equivocado en absoluto. Sin embargo, ¿quería yo ser así?

"Tú no estuviste junto a mí cuando mataron a la mitad de mis hermanos".

De repente, me levanté. ¿Qué tipo de persona había dejado entrar en mi alma? De repente, deseé que me despertaran cuando mi mundo dejara de girar y yo cesara de ser un punto insignificante. De repente, deseé que me despertaran cuando mi verdadero yo regresara de su letargo. ¿Cuánto estaba durando aquel sueño?

Con un nudo en la garganta, salí de mi habitación y, sin pensar, toqué dos veces a la puerta de los aposentos de Namid. "Estás despierto. No puedes dormir. Ábreme", me impacienté al no recibir respuesta. Después de unos segundos de angustia, su densa voz dijo tras el cerrojo:

— Deberías de estar durmiendo.

Reprimí una sonrisa amarga: Namid sabía que era yo, lo hubiera sabido en cualquier circunstancia.

— No puedo dormir.

De nuevo, silencio.

— ¿Vienes a por más? — ironizó, empleando aquella nueva faceta de su personalidad que relativizaba las posibles implicaciones emocionales —. Aún me queda la otra mejilla.

— No vengo a pegarte.

— ¿Por qué podrías estar viniendo entonces? — la ondulación de su garganta me hizo saber que estaría sonriendo con desengaño.

— Namid, ábreme, por favor.

De nuevo, silencio.

— Te regañarán por deambular por la casa en horas tempestuosas.

— Ábreme, por favor — no cedí ante sus provocaciones.

Él emitió un gruñido y descubrió la pared de madera que nos separaba. Mi corazón se encogió, con un dolor mayor del que podría haber sentido hacia mí misma, al ver que sus ojos estaban enrojecidos y húmedos. Había estado llorando. Namid frunció la nariz, ocultando sus emociones, y nos vi a ambos en aquel campo de batalla, mirándonos a través de la pólvora y los muertos.

— Yo... — me quedé en blanco.

— ¿Sabes siquiera por qué estás aquí?

"Porque estoy perdidamente enamorada de ti", respondí interiormente.

— ¿Qué es lo que ha ocurrido en Quebec? —solté la pregunta que llevaba días quemándome el alma.

Él me oteó y me impresionó el severo hálito que desprendía su presencia. Namid era un proscrito, un revolucionario, no un guerrero de tres al cuarto.

— ¿En Quebec? — encarnó una ceja —. En toda Nueva Francia — me corrigió, sin dejarme pasar.

— Tú... — desconocía cómo ordenar mis pensamientos.

— No he venido porque anhelara hacerlo — me cortó —, si es eso lo que esperanzas. Tampoco he venido por ti, sé que no querías volver a verme. Me estoy escondiendo para evitar que me peguen un tiro en la sien y no gocen de la excusa perfecta para acabar con la poca familia que me queda. ¿Qué te importa a ti Quebec? Pareces estar perfectamente adaptada en estas tierras.

— No seas injusto.

— ¿Injusto?

— Yo... — dudé, superada por las emociones que amenazaban con marearme. "Yo detesto estar aquí", quise gritarle —. Siento que...

— ¿Cómo es posible que lo único que ansíe en este momento sea besarte?

El tiempo se ralentizó. Conforme mis mejillas se encendían, sus pupilas chispearon. Sin embargo, no confesó aquello con cercanía, sino con cierto asombro distante. Despegué los labios para murmurarle "Hazlo" y él dijo antes de volver a cerrarme la puerta en las narices:

— La oscuridad de tu ropa y tu corazón no resucitarán a tu hermana. 

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasWhere stories live. Discover now