Apiitendan - Orgullo

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Decidí no unirme a ellos a la hora de la comida. Escuché cómo Florentine traía la bandeja hasta mi puerta y me suplicaba que por lo menos comiera algo. Ni Antoine ni Namid aparecieron. Estaba aterrada, como la primera vez que desembarqué en Quebec, rumbo a lo desconocido, y eché todavía más de menos a Jeanne.

— Gracias, no tengo hambre — elevé la voz para que pudiera escucharme.

Florentine insistió algo más, pero terminó por dejarme a solas de nuevo. ¿Estaba actuando como una egoísta? Mi comportamiento parecía más propio de una pataleta infantil que de una actitud madura. Sin embargo, sabía que no estaba lista para enfrentarme a la cantidad de sentimientos que la llegada de Namid había provocado; no solo los respectivos a él, sino a todo lo demás. La presencia de Namid había resucitado a Jeanne de su tumba. Aquello me hizo pensar en Antoine..., para él también estaría siendo duro enfrentarse a los recuerdos. Si Jeanne hubiera estado aquí, habría conseguido convencerme para que saliera y comiera. Pero no estaba aquí y no iba a estarlo. Detestaba recuperar recuerdos amargos, prefería vivir ignorándolos. Prefería levantarme cada día creyendo que Jeanne jamás había existido.


‡‡‡


Me desperté de golpe, violentada por un sonido seco en mi puerta, y me levanté de la cama como un resorte. Había caído dormida en un pesado sueño durante la tarde y ya había anochecido. Alargué la mano con prudencia hasta el tocador y tomé un peine, poniéndome en guardia frente a la entrada.

— ¿Quién anda ahí? — tartamudeé, infligiendo a mi voz un tono de seguridad que ni por asomo sentía.

— Abre la puerta.

Casi se me cayó el peine de las manos cuando distinguí a Namid. ¿Pretendía obligarme a dejarle entrar?

— ¿Qué quieres? — alcé el tono —. Estaba durmiendo, me has despertado.

— No pretendía asustarte. Abre la puerta.

— ¿Qué es lo que quieres? — repetí.

— Que abras la puerta.

— Estoy indispuesta — dije sin demasiada convicción.

— Te traigo la cena — explicó con voz carente de emoción.

— Déjala al lado de la puerta.

— No.

¿Cómo que "no"? Tardé varios segundos en reaccionar.

— ¿Qué?

— Llevas todo el día sin comer. Abre la puerta.

— No tengo hambre.

— Apuesto a que sí.

— No pienso abrirla.

— Bien — no se inmutó —. Echaré la puerta abajo.

— ¡¿Estás loco?! — grité, más asustada que sorprendida. ¿Por qué se molestaba tanto por lo que yo hiciera o dejara de hacer?

— Por eso te pedí que abrieras la puerta. ¿Vas a hacerlo o no?

Si cualquier de mis conocidos me hubiera amenazado con echar la puerta abajo, me habría reído, consciente de que era imposible que pudieran conseguirlo, pero Namid..., Namid era capaz de romperla sin sudar lo más mínimo. No quería que toda la casa se despertara con la nueva de que nuestro invitado había destruido la cerradura de mi puerta en plena noche.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasOnde histórias criam vida. Descubra agora