Giinizis - Un mechón de tu cabello

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Habíamos necesitado tanto desahogarnos, dar rienda suelta a todo el dolor personal que portábamos dentro, que nuestros corazones no fueron capaces de callarse durante horas. Alrededor de unos platos ya vacíos, nos reencontramos en el hogar que era nuestro mutuo apoyo. A pesar de todo, Namid y yo éramos mejores amigos, lo habíamos conseguido ser sin siquiera hablar la misma lengua, simplemente con mirarnos. En sus comprensivos ojos, en la forma en la que me apretaba la mano y asentía con suaves movimientos de barbilla a mis preocupaciones, me sentía tan cómoda y amparada como si estuviera reflexionando conmigo misma. Así, escuchó mis lamentos sobre la pérdida de Jeanne y, poco a poco, fuimos haciendo las paces con nuestro pasado, ajenos a que estábamos sanando porque lo único que precisábamos era atender a las explicaciones del otro.

A medida que iba abriéndome con respecto a mi hermana, el duelo empezó a apaciguarse en una cicatriz que, aunque jamás desaparecería, no dolía como un hierro candente. Todavía restaban temas sin tratar, reproches, lamentos, pero aquella conversación fue suficiente por el momento. Estaba cansada de sufrir, de pelear contra mis sentimientos, de proponerme ser impenetrable. Él me secó las lágrimas con el dorso de la mano y deseé con fervor poder actuar unas cuantas horas más como si Namid no estuviera atado a otra mujer.

— Estás agotada — las yemas de los dedos bordearon circularmente mi mejilla —. Necesitas ungüento para los hematomas.

¿Cuándo conseguiría que fuera él el que ahogara sus penas en mi hombro?

— Lo prepararé mañana — me observó el cuello amoratado. Agradecí que careciera de uno, puesto que no estaba preparada para soportar con dignidad sus caricias, fueran del tipo que fueran —. Estás tiritando.

La planta inferior estaba caldeada por la chispeante chimenea en uso, mas mi interior siempre reaccionaba de aquella manera durante la vulnerabilidad.

— Ven, sentémonos junto al fuego.

Con docilidad, permití que, sin soltarme la mano, me guiara hasta las brasas. Al tomar asiento sobre el suelo de madera oscura, su postura empujó a mi rectitud e hizo que yo también me sentara a su lado. Las llamas, encerradas en aquella estructura de piedra gris, parecían querer alargar sus esquinas y rozarnos.

— Me tranquiliza mirarlo.

Los ojibwa volcaban su intimidad en los elementos de la naturaleza. Había observado, a lo largo de mis visitas a su poblado, que Namid no solía llorar, ni despotricar: decidía marcharse al bosque o meditaba, rígido como una estatua, mirando a la fogata de su tipi con fijeza, en ocasiones hasta la salida del sol. No en vano, cuando Honovi empleaba cualquier oportunidad para platicar sobre su sobrino conmigo, en un entrañable intento de seducirme con su relato para que encontrara al joven amigable y atractivo, me contó la extraña relación que Namid había mantenido con el fuego desde niño. La herida de su labio, que había sido ejercida con lumbres, no cambió en absoluto su admiración. No le temía, jugaba con él sin importar que su madre le regañara por su osadía. "Mis hermanos aman el fuego, sin él no podríamos sobrevivir, pero también sabemos que el fuego es traicionero si el buscador es vanidoso. Crea vida, pero también puede arrebatarla. Namid es el único de nosotros que se lanzaría a él como si se tratara de un riachuelo de aguas cristalinas", relataba con pupilas sabias. Había nacido bajo la deidad del cuarto viento, el del sur, lo que simbolizaba que Manito —como ellos denominaban al creador— y el Gran Espíritu habían escrito en su alma que su salvación y su perdición yacerían bajo las llamas.

— Es lo más bello de toda la faz de la tierra — murmuró, sumido en él.

Nuestro hado estaba escrito en los cielos. Las visiones que habían tenido los ancianos de la tribu sucedieron semanas previas a mi llegada al Nuevo Mundo. En ellas, tal y como había sabido con posterioridad, una mujer de corta edad, con lustrosos cabellos de fuego, irrumpiría en sus vidas como un fuerza enviada por los ancestros. Namid debía ser su guardián: las estrellas de su nombre estaban destinadas a alimentarse de aquella sílfide pelirroja, sin importar las consecuencias.

— ¿No crees?

Sus ojos dorados se posaron en los míos y me estremecí. ¡Qué efímero instante de nostalgia al encontrarme con aquella mirada pura! Su semblante relucía con nitidez, alejado de la crudeza del sufrimiento sobrellevado, y vi a aquel adolescente generoso y esperanzado.

— ¿No crees que es lo más bello que hayas visto?

Para mí, lo más bello era él. El hecho de mirarle no agotaba las posibilidades de hallarlo el ser más espléndido de mi mundo.

— Sí, es precioso — asentí, sonriendo lentamente.

Namid miraba a las llamas y me estaba mirando a mí más allá de la savia de nuestros besos. Yo era aquel fuego que tanto amaba sin poder evitarlo. Su redención y su deceso.

— Es casi tan bello como tu pelo.

Una sacudida grácilmente abrupta, como la bofetada del primer amor, me encendió los pómulos. Tímida, bajé la vista y, titubeante, Namid tomó un denso mechón de mi melena suelta. Aquel gesto me transportó a las íntimas noches juntos, sin más palabras que el tacto y las risitas nerviosas por aquella osadía que amenazaba el orden social de nuestras distintas pieles. Tumbados frente a frente, asustados por probar si nuestros labios encajarían, él jugueteaba con mis rizos, rozando su nariz con mi nariz, y yo no me atrevía a moverme. Me murmuraba lisonjas en desconocido lenguaje, pero era capaz de entenderlas, de sonrojarme como un brote que admira la primavera desde lejos.

— Casi.

Con la hebra rojiza entre los dedos, noté cómo se colocaba tras mi espalda. Di un respingo en el momento en que me abrazó por la cintura, inclinándome contra su cuerpo. "Una tregua", parecían decir sus movimientos anhelantes, "dejadnos tener una tregua".

— Nadie nos verá — suspiró con el rostro oculto en el mantón de mi cabello.

Nadie nos verá. No somos un pecado si nos rendimos a escondidas.

Cerré los párpados, enternecida, y cedí ante aquellos brazos fuertes que me anudaban a su pecho sin remedio. Las olas me llevaban, me ahogaban. Su boca escribió un ligero beso en mi cuello, después otro. No fueron lujuriosos, sino tan sinceros como una fidelidad centenaria. ¿Cómo iba yo a poder olvidarle? Mimoso, me envolvió en su abrigo protector sin exigencias.

— Ninishkodeogichidaa.

Mi guerrera de fuego. 

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasWhere stories live. Discover now