Bimaadizi - Él está vivo

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— No sería buena idea que me acompañarais.

Había congregado una pequeña asamblea en el salón con el fin de discutir cuál era la mejor forma de organizar una partida para lograr ver a Ishkode.

— Ni siquiera es buena idea que yo aparezca por allí — suspiré.

La casa había empezado a mejorar, exenta de polvo y abandono. Ahora estaba llena, respirada por los pasos arriba y abajo, por las cenas de conejo al tomillo y los humos aromáticos de la pipa de Ziibiin. Thomas Turner la había provisto de muebles nuevos sin pedirme ni un doblón de plata, quizá porque poseía ahorros o quizá porque los había robado. Tenía las palmas de las manos repletas de la pintura blanca que estábamos empleando para adecentar la fachada exterior.

— Es un completo disparate de todos modos — se quejó Adrien.

— ¿A dónde demonios vas, converso? Waaseyaa está hablando — se puso de pie Mano Negra.

— Me voy a la cama. Espero que mañana hayáis desechado esta locura.

De un portazo, desapareció. Dibikad blasfemó en lengua ojibwa, encontrando el apoyo de su compañero. Florentine suspiró, preocupada en realidad por aquel joven que se había empecinado en odiar a todo el mundo, y revisó que Esther continuara jugando a los pies de la chimenea con sus bloques de madera. No estaba de acuerdo con que la niña escuchara nuestras conversaciones, mas yo estaba dispuesta a fortificar una familia que, a diferencia de la mía, estuviera nutrida por la comunicación y la igualdad. Contra más temprano aprendiera, menos le costaría asimilar la crueldad de la realidad. 

— ¿Qué le vamos a hacer? — se encogió de hombros el mercader. Hubiera jurado que se estaba aguantando la risa —. Mi madre tampoco me soportaba cuando era adolescente.

— No tiene gracia — volvió a indignarse el regio Dibikad.

— Todo lo tiene.

Se retaron con la mirada.

— No nos alejemos del tema en cuestión — pedí —. Adrien es libre de decidir lo que le plazca. Por mi parte, reitero que creo que sería mejor que fuera solo yo. Vosotros sois indios y...

— Indio visto, indio muerto — resumió Ziibiin.

— Está bien, sin embargo, Ishkode no puede recibir visitas. ¿Piensas colarte en el cuartel?

— Por supuesto que no — contestó Thomas Turner —. Ya hemos predicho ese contratiempo. La señorita podrá llegar hasta él por medio de un contacto mío.

— Oh, claro — sonrió lacónicamente por un lado de la boca —. ¿Cómo no?

— Debería importarte más que la señorita pueda llegar hasta Ishkode, no que sea yo el que le proporcione el salvoconducto. Es una manía sentimental poco inteligente.

No habían dejado de discutir desde que se habían conocido. A decir verdad, estaba harta de ellos.

— Tú no deberías de hablar de manías sentimentales, inglés — tomó una postura tensa en la silla, como si estuviera a punto de lanzarle un cuchillo en la yugular —. Y no la llames señorita, no le gusta. Su nombre es Waaseyaa.

— Caballeros... — intercedió Florentine.

— ¿Crees que porque tuvo pena de ti la conoces más que yo?

— Basta, Thomas — exigí, aunque Dibikad tuviera razón: detestaba que se dirigieran a mí con el sobrenombre de señorita.

— Además —me ignoró —, ¿a qué manías sentimentales te refieres?

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasOù les histoires vivent. Découvrez maintenant