Mitena - Nacida con la luna llena

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Ni tan siquiera me había molestado en preguntarle cuántos miembros de su familia continuaban con vida. Durante una discusión me había revelado que todos sus hermanos habían muerto menos Ishkode; Thomas Turner me había hecho saber en sus cartas que Wenonah estaba sana y salvo; en sus conversaciones con Antoine habían hablado de Inola, Onida y Honovi. Pero, ¿y el resto?

Después de su repentina confesión, Namid continuaba tumbado sobre mi cama, cuán largo era, y sus ojos estaban enrojecidos por el ahínco que empleaba para mantener la compostura y no romperse delante de mí. Había apartado el rostro bruscamente cuando intenté acariciarle y secarle las lágrimas antes de que cayeran por sus mejillas. Yo estaba paralizada, asimilando lo que acababa de decir. ¿Mitena estaba muerta?

— Cuando regrese, Antoine me dará la noticia — aseguró con voz débil.

— ¿Có-cómo lo sabes? Puede que siga a salvo, no te precipites...

— Lo sé — hundió la vista en el techo abovedado —. El Gran Espíritu me ha hablado en sueños.

Respetaba profundamente las creencias ojibwa, sobre todo porque habían predicho mi vida hasta aquel momento, pero deseé creer que Namid estaba equivocado.

— Mi madre está en la lluvia.

Un mazazo me abofeteó la cara. Sus palabras me humedecieron los ojos. Miré hacia la ventana. "Mi madre está en la lluvia", repetí. El cielo estaba llorando por Mitena.

— Namid, aún queda esperanza. Espera a que Antoine regrese — añadí con un nudo en la garganta.

— Anoche..., el Gran Espíritu... — divagó sin prestarme atención —. He sido castigado.

— El Gran Espíritu nunca te castigaría — me aproximé a él con preocupación —. Estás luchando por tu pueblo, darías la vida por ellos.

— Y aun así mis hermanos están bajo tierra — evitó mi mirada —. No estoy luchando, Catherine. Mi sitio no está aquí. El Gran Espíritu quiere que vuelva.

— Tu madre no ha muerto, si es que estás en lo cierto, porque tú hayas viajado a Inglaterra.

— Mi madre ha muerto porque es india — sentenció —. No debería de haber venido. Estoy demasiado lejos, no puedo luchar, no puedo defenderles — se sentó, alterado —. No me mires así. Sé que la han asesinado. Mi padre es el siguiente. Y cuando Inola no pueda más, el resto caerá. Sentada aquí, en tus mecedoras de franela, ya te has rendido. Pero yo no, yo nunca me rendiré. La guerra no ha terminado para mí.

A pesar del rencor que destilaban sus acusaciones, solo pude sentir admiración. "Yo nunca me rendiré", resonaron sus palabras en mi mente.

— Mientras mueren uno tras otro, estaba coqueteando contigo. Es la soledad, ¿sabes? La tristeza... Eres el único resquicio que me queda de mi hogar, aunque sea uno pésimo. No puedo permitirme esta debilidad, necesitar buscarte para que me consueles como a un crío. ¿Qué demonios estoy haciendo?

— Namid, yo...

— Me reuniré con Antoine en cuanto vuelva. Contigo cerca es todavía más difícil. Debo volver a casa de inmediato.

Imbuido por las desgracias, Namid se levantó de golpe. La intimidad, el romance, había acabado. El deber, las responsabilidades, iban a ahogarlo. Fue hasta la puerta, prometiéndose a sí mismo que no flaquearía, que debía marcharse antes de entregarse a mí, pero yo no estaba preparada.

— No quiero que te vayas — dije en voz alta, deteniéndole ante el pomo —. No puedo perderte otra vez.

Dándome la espalda, nunca supe que Namid había roto a llorar en silencio al escucharme. Apretó los dientes, acopió sus fuerzas y resistió. Venció a su parte humana, al niño, al adolescente, al hombre enamorado, y salió de allí sin responder a mis súplicas.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora