Bagidenim - El duelo

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Me quedé inmóvil, mirándole como si se tratara de una aparición fantasmal. Todo a mi alrededor se nubló, en una rueda concéntrica que me mareó, y la ya borrosa figura de Antoine se puso de pie y gritó:

— ¡Étienne!

Ninguno de los presentes cabía en su asombro.

— ¡Étienne!

Seguíamos mirándonos, indiferentes a lo que sucedía. Él, con sus preciosos ojos verdes, ni parpadeó. Estaba pálido como un cadáver y tenía los labios entreabiertos. No podía creerlo.

— ¡Válgame dios!

Emocionado, el arquitecto le abrazó sin importarle que él fuera incapaz de moverse.

— ¿Se..., se conocen? — dijo la condesa.

Étienne no reaccionaba. Antoine le hablaba y hablaba pero, al igual que yo, no podía escucharle. Sus pupilas se clavaban en las mías con fijeza, con incredulidad. Una punzada de dolor me golpeó el vientre al no asegurar las defensas de mi mente lo suficiente: los recuerdos se introdujeron en las sienes. La última vez que nos vimos. Aquella amarga despedida causada por la traición de su hermano Thibault. Jeanne todavía estaba viva por aquel entonces y yo no me había manchado las manos de sangre. No quería, no quería recordar.

— ¿Ca-Catherine? ¿Eres..., eres tú?

Su voz arrastró los escombros de mi alma. Sonaba como la de aquel joven de diecisiete años. Crepitaba como la inocencia, como el primer amor.

— ¡Cat, espera!

Antoine intentó detenerme antes de que echara a correr, al borde de un llanto que enterraba noche tras noche para que no me ahogara, pero no lo logró. Del mismo modo que siete años atrás, corrí escaleras arribas y desaparecí.



‡‡‡



Estaba asomada a la ventana de mi habitación, apretando los nudillos con ansiedad y restos de lágrimas, cuando los que verdaderamente me conocían llamaron a la puerta.

— Cat, soy yo — anunció el arquitecto —. Abre, por favor.

Sabía que Étienne estaba con él, aunque se hubiera mantenido en silencio. Hacía escasos minutos que había abandonado el salón y no quise detenerme en qué estarían pensando el conde y el resto.

— Abre.

Los párpados se mecieron con lentitud. Tomé aire y obedecí. Nunca iba a estar preparada para reencontrarme con personas de mi pasado y tensé la mandíbula hasta hacerme daño en los dientes al descubrir el pomo y hallarle enfrente de mí. Sus cejas se elevaron un tanto al darse cuenta de que había llorado, aunque hubiera sido mínimamente, y me apresuré en secarme los ojos, luchando vanamente por no parecer vulnerable.

— ¿Podemos pasar?

Me eché hacia a un lado, dándoles permiso. La puerta volvió a cerrarse y yo me situé en la ventana, lejos de ellos, desconfiada. Étienne no mostró intención de acercarse.

— Esto..., esto... — buscó las palabras Antoine —. Esto ha sido inesperado...

Asumida la certeza de que era él de verdad, lo observé sin ocultaciones. A decir verdad, ambos lo hicimos, como si estuviéramos preparándonos para un duelo a muerte. Su altura era monstruosa, mucho mayor que la de su hermano a la misma edad. Estaba ante un hombre de veintidós años que vestía exquisitamente: la casaca, fabricada en puro terciopelo verde esmeralda, combinaba con una camisa blanca de cuello alto, unos calzones negro azabache y unas botas de montar que finalizaban a la altura de la rodilla. Alrededor de la nuez, un pañuelo de seda de un intenso tono burdeos acentuaba su blanquecina piel, los rizos enmarañados por la humedad que impregnaba todo. Étienne, tal y como recordaba, continuaba empleando sus colores favoritos en su atuendo. De espaldas anchas y piernas eternas, la complexión escuálida, opuesta al físico de un adolescente, aumentó la sensación de que estaba ante un desconocido.

Waaseyaa (II): Nacida entre cenizasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora