赤 (r o j o)

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(r o j o)

Y se percibe el correr de las puertas, el aire agitado provocado por los pasos veloces del muchacho envuelto en telas finas. Continuos suspiros calientes, los fluidos corporales que brillan en el rostro bajo la luz de la última lámpara encendida. Gemidos, aullidos ahogados, tal como la ira detenida por las bridas de la prudencia. Solo entonces, con el pulso perturbado y a solas en su alcoba, Hajime fue capaz de llorar tras la riña con el primo, en la cual admiró con gran claridad el filo de sus colmillos por vez primera. ¡Ah! Con delicadeza, utilizando las yemas de los dedos, sobaba su orgullo recién rasguñado. Tan suaves eran las caricias que observaba a los pistilos mojados asomarse. Los acomodaba, perturbado, bajo el algodón. Al mismo tiempo, tiraba de su cruel amante que constantemente gozaba besando su cuello; oh, la desilusión personificada con manos heladas. Escalofrío. Se sentía casi como una violación bajo la hojarasca otoñal; secreta, melancólica.

Recostó, adolorido, su trémulo cuerpo sobre el tatami. La piel sudada, los labios entreabiertos. Una vez más la fiebre del desengaño, de la caricia peligrosa con el primo, le arrastraba hasta el lecho enfermizo. ¿Era posible que el simple roce deslizado por las escamas de una serpiente resultara en emponzoñamiento? Con un sabor amargo en su lengua, Hajime se lo preguntaba, sin despegar la histérica vista de la puerta. Y es que aquella noche de pasos sigilosos en que concilió apenas el sueño no solo fungió como el escenario del descaro ajeno. No. Además, el joven sastre aguzó el oído y prestó atención, con el temor y el remordimiento domesticados, al llamado de la diosa. Una voz seductora, dulce y cruda cual carne fresca recién destazada.

Vio la luna carmesí entre sueños, con los ojos enloquecidos bien abiertos, y solo entonces fue incapaz de retornar a su acostumbrada automutilación. Llegado el día, cesaron los grabados en su mano, aquellos patrones como flores monstruosas producto de la fuerza en sus mandíbulas. En cambio, dirigió la sangre sobrante en sus entrañas hacia el cerebro mediante reflexiones de gran seriedad en las que ponderaba al sexo, práctica que se negaba a soltarle mediante sus cantos enigmáticos, hasta hacerlo ceder. El llamado de la higanbana lo estaba consiguiendo. El auténtico despertar; torpe, triste. Sin dolor, sin fuego, solo una húmeda ansiedad subcutánea. Solo los ojos extraviados en el atardecer.

Es decir, si en algún momento Hajime imploró al cielo azulado la pregunta: «¿Qué estoy haciendo, padre?»; redirigió entonces sus inquisiciones hacia el prado escarlata: «¿Es el placer carnal imprescindible en la vida de un hombre; uno auténtico, quiero decir? En cuanto a mi función como varón joven, ¿qué se espera de mí? ¿El soplar mi semilla sobre los campos fértiles me brinda reconocimiento? ¿Las valías viriles de Shun y Yi Feng pueden considerarse superiores a la mía solo porque ellos exhiben y lubrican sus pistilos, mas los míos yacen ocultos? ¿Son más sabios, más sensibles acaso?» Y así, dando vueltas en un laberinto teñido de rojo, era incapaz de alcanzar una conclusión certera. Se observaba al espejo despojado, se veía envuelto en hilos rojos; las piernas largas y pálidas, las costillas marcadas, el piquete de una araña cercano al ombligo.

Impulsado por los últimos eventos, por la sexualidad contagiosa que liberaban aquel par de siluetas masculinas rodeándole con sus roces indiscretos, decidió que era menester experimentar aunque fuese una sola ocasión los placeres de la carne para no ser burlado. Yacía dispuesto, por poco con coraje, a deslizar su lengua hacia afuera y saborear las gotas que escurrieran sobre ella, deseando comprender aquella misteriosa porción del mundo; solo para disipar la sensación de su hombría cada día más opaca. Podría hablarse incluso sobre una carencia de malicia... los actos de Hajime iban encaminados hacia la satisfacción de una curiosidad insertada por actantes externos. Un aguijón latente clavado en su piel hinchada.

Durante aquel lapso de cuatro o cinco días en que urdía su plan como la polilla curiosa ante el fuego, tan temeroso como anhelante por tocar la flama con sus dedos; tomó la higanbana marchita del florero y la desmembró impiadoso sobre el jardín. Incluso si se arrepentía, incluso si deshacerse de la evidencia del crepúsculo íntimo lastimaba su pasión por Shun, determinaba aquella acción como correcta. Es decir; si es que la gran tarántula, con sus hilos rojos del destino se empeñaba en enredarle, girarle y atarle a un violento despertar sexual, habría de hundirse en él por su cuenta. No requería favores ni falsas ayudas que terminarían por lastimarlo, solo la disposición de su piel frágil y desnuda que solía descubrir en las noches solitarias. Si satisfacía su curiosidad, si tan solo resultaba en decepción... podría vivir en paz, recobrar el juicio, despreciar a los demás y censurarlos por sus ambiciones banales. Seres tendientes a la animalidad, más a la barbarie que a la civilización. Él se apartaría, por supuesto.

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