冬 (i n v i e r n o)

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(i n v i e r n o)

Durante la última estación, cada mañana se disfrazaba de una flor marchita con pliegues insólitos. Las alcobas reflejaban en sus paredes alientos azules; o acaso un castaño ceniciento, familiar, se deslizaba cual hongo sobre las maderas. Afuera, las personas portaban trajes de invierno, cubrían sus narices pálidas, caminaban bajo sombrillas que resguardaban sus cabezas de la nieve. Adentro, en la tienda del letrero gastado con caligrafía dorada, el sastre trabajaba sus hilos más cansado que nunca. Su existencia entera se reducía a un par de ojos lacrimosos, la punta rojiza de la nariz, y aquellos suspiros que exhalaba a través de unos labios azulados y granates solo en aquellos fragmentos donde el muchacho se había despellejado. Constantemente lo aquejaban estornudos, y esa tos insistente que dolía en el pecho. Hajime apenas conseguía soportar la cabeza punzante y el cuerpo languidecido. Sin embargo, permanecía en silencio, sin emitir una sola protesta. En aquellos instantes conservaba una fortaleza de grulla solo obtenida a través de la virtud. Trabajaba silencioso, con el anhelo intenso de sostener al otro muchacho que en su lecho de plata reposaba herido. Y cortaba, medía, ajustaba; repasando una y otra vez entre quimeras el instante divino, el beso de sangre, como si fuese un sueño lejano. Como si fuese una melodía cálida, amada, cuyos versos se disolvían en una espiral perenne.

Los dedos helados, temblorosos, procuraban enhebrar una aguja junto a la luz del quinqué. Los ojos curiosos, un poco nublados, buscaban con esfuerzo el pequeño ojal. El rostro inmaduro se afligía, remojaba sus labios y después de un estremecimiento, estornudaba con fuerza. En uno de aquellos arrebatos, el dedal contempló con su brillo de luna, bello e inútil, cómo la aguja se clavaba en la palma del muchacho. Y rodó sobre la mesa, en las gotas de sangre. Hajime se levantó despacio, tambaleándose sobre sus pies y anduvo a paso lento en busca de un pañuelo.

Mientras lamía el rastro carmín que se dibujaba sobre su muñeca de porcelana, en esas venas azules que se transparentaban, miró al segundo fantasma de la casa acercarse. Incluso si meditaba sobre asuntos de gran importancia, como flores y mutilaciones, resultaba imposible ignorar a la mujer tras el incidente. Las arrugas bajo sus ojos eran trazos erráticos. Parecía tan cansada, tan decaída con el peinado descuidado y el mismo kimono colocado cuatro días atrás, que Hajime experimentó una simpatía agridulce hacia ella. De alguna forma, dolía, avergonzaba. Incluso en algún momento le recordó a su propia madre. Justamente por ello, por el sentimiento de culpa, el joven se doblegaba sin rechistar. Y la lástima devenía en un respeto distorsionado.

—Ve a verlo.  Acompaña a tu primo, Hajime —dijo ella con una voz que al joven le pareció propia de una anciana. Después, la pequeña silueta usurpó su sitio ante la mesa, y Hajime la contempló sin más—. Parece recobrar sus ánimos cuando se encuentra contigo... más que conmigo.

La última frase era un pétalo muerto caído sobre la madera. Hajime negó con docilidad, niño amable. La tristeza ajena le apenaba; comprendía ya los motivos de sus ramas vacías. Y se volvió piadoso hacia ella.

Él la adora, Yuriko-san afirmó con cuidado, pues padecía un hondo ardor en la garganta. Es solo que ha perdido la costumbre. Ha soltado la mano de mamá para caminar junto a ella cual apoyo. Usted lo entiende ¿no es así?

Sin embargo, las palabras de Hajime no fueron escuchadas, y tampoco los dos estornudos que estallaron en su nariz apenas guardó silencio. Las anginas. El pecho. Tragar cristales debió ser una tortura más amable que la de los gritos en un prado de lirios muertos.

Hoy tampoco quiere comer pronunció Yuriko, cual autómata. Y tú... contempló el pañuelo manchado, molesta. Tú continúas sangrando. ¿Podrías ser más cuidadoso? Incluso anoche volví a soñar con sangre, Hajime, ustedes dos deben comenzar a madurar. Te lo ruego. Enloqueceré si los veo lastimados una vez más...

ManjusakaWhere stories live. Discover now