彼岸花 (h i g a n b a n a)

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La primavera continuaba su curso cuando una pareja errante olvidaba sus pisadas en las flores del cerezo caídas sobre el pavimento. Sus risas, sus gritos, eran de ebriedad. Aquella era la segunda vez que los corrían de una casa de té, pues no sólo su pinta enfermiza asustaba a los demás comensales y empleados; era su obscenidad, su falta de decoro aquella peste que les horrorizaba más intensamente. Pero entonces era su mundo lo único que importaba, incluso si la violencia se suscitaba entre ellos con mayor constancia. En la madrugada, con aliento a sake y alucinaciones, Yamada Hajime era víctima de un arrebato caníbal, y abrazaba con pasión a su primo Shun; pegajoso, mejilla con mejilla, se colgaba del cuello ajeno murmurando:

—Te amo tanto, Shun, te amo...

Y la mano iba al sexo una vez más, bajo la luna, ante la mirada de cualquier alma que se cruzase en su camino.

—Hajime, me duele. ¿No te cansas? —dijo forcejeando— Suéltame, Hajime, amor... ¡que me sueltes, maldita sea! —Y lo empujaba, sin importar que el otro resbalase y cayese sobre los pétalos con lo frágiles que sus huesos se habían tornado.

El joven sastre miró a la otra figura con rencor. Se levantó, anduvo en su dirección y empujó al otro con igual o mayor fuerza; lo golpeaba, con palmas y puños, profiriendo las siguientes quejas:

—¡¿Y cómo crees que me siento yo, eh?! A mí también me arde y aún así te aguanto cuando me quieres tener. ¡Eres un cobarde! Mierda, maricón. 

Y entonces Hajime se desviaba del camino. Conocía el horror que Shun experimentaba cada vez que amenazaba con dejarlo, por lo que su persecución era ineludible. Shun sabía que aquella era su forma de manipularlo, y aún con eso se rendía a la trampa; llegaba y arrinconaba contra la pared al muchacho ojeroso, amarillento, en la oscuridad siniestra de un puente, y besaba sus labios con violencia. Alzaba su ropa, lo tocaba, y volvían a hacerlo en aquel instante, a pesar del desgaste, de las infecciones en el sexo. Hajime sentía el amable dolor una vez más en su interior y cerraba los ojos, tranquilo.

Acaso una lágrima llegaba a escurrir.

Por esto hemos viajado; por esto casi llegamos a la casa junto al mar.


~ * ~

Para cuando habitaron aquella morada, se encontraban casi sin dinero y la enfermedad en Shun se agravaba. Por supuesto que ambos lo sabían, conocían su destino. Sin embargo, como si el dolor no existiese, continuaban su vida cual marido y mujer que retornan de su luna de miel, por lo que se instalaron en la casa de los atardeceres salinos generando con su misterio la curiosidad de los pueblerinos. A ellos eso poco les importaba. Inmersos en su microcosmos ¿qué tormenta, qué angustia los alcanzaba? Acaso el hambre les obligó a abrir las puertas durante el ocaso, cuando una señorita muda, de largos cabellos negros, cicatriz en la frente y un pañuelo que cubría su boca, leía la fortuna con gran habilidad a quien estuviese interesado en las cartas. La ausencia de su voz, las predicciones escritas en un libro viejo, la agonía del sol, hacían de aquel un espectáculo que muchas personas desearon presenciar en intimidad; en su mayoría, mujeres adineradas y supersticiosas. Gracias a Hajime y sus murmullos de tinta, ambos sobrevivían.

Shun, por su parte, recordaba su lejana relación con la pirotecnia, e invirtió lo poco que podían permitirse en iniciar un negocio. A ello renunciaría pronto, pues una fatídica mañana en que el estallido detonara en su mano derecha, hacía florecer la parte más significativa de su agonía. Hajime escuchó los gritos, y corrió al jardín por poco selvático en el que su amante llevaba a cabo sus experimentos con pólvora y pigmentos. Pronto se encontró por segunda ocasión con un Shun que berreaba de dolor al ver sus dedos abiertos en flor, la carne, la sangre escurriendo a borbotones sobre las flores. El joven sastre corrió lacrimoso una vez más por las calles, en busca de un médico quien atendiera las heridas teñidas de azul. Incluso si lo halló, si Shun fue sometido a cirugía, recuperar dos dedos le fue imposible, y la herida demoraría mucho tiempo en cicatrizar.

Entonces Hajime lo acariciaba, le consolaba con su beso enfermo, manteniendo intacto el amor insaciable que se profesaban.


~ * ~

A pesar de todo, Yi Feng acudió a la montaña en busca de inspiración como se lo hubo propuesto en el invierno. Con o sin Hajime. Observaba con dificultad un pajarito castaño posado sobre la rama más alta... y es que el ojo izquierdo ardía tanto. Lo llevaba vendado tras coger una infección proferida por la lengua de Nakamura Manabu. Portar un parche de por vida poco importaba si su abusador lo mantenía, si lo resguardaba en la comodidad de su pesadilla, a veces sueño, en esas raras ocasiones cuando el sádico se comportaba como doncella caprichosa y lo llenaba de todos los placeres existentes. Veía una vez más al pajarillo. Lo escuchaba también.

... Hajime

Más tarde, en medio de la orgía, después del banquete, Yi Feng lanzaba a los cielos su plegaria. En una habitación roja, casi negra, iluminada sólo con pequeños incendios; rodeado por tres mozos extraños que le proferían un placer perverso con la boca, alucinaba con hallar a lo lejos su silueta. Tenía fiebre. Tosía. Creía verlo ahí, en silencio, con la risa que llegaba hasta sus ojos, los pergaminos en aquella piel tersa tan dorada, la crueldad de su beso, la maraña del cabello siempre despeinado...

Incluso si extiendo mi mano, soy incapaz de alcanzarte, Hajime. Quiero recordarte siempre, incluso los momentos rotos. No te desvanezcas, vuelve, regresa, aquí estoy, te amo con honda desesperación... incluso si es mentira, ¿no puedes verme sangrando por ti? Acepto tu desdén, tu humillación, mi asesinato en tus finos dedos... mas, amor, tu ausencia terminará por marchitarme de tristeza. Esta lengua, estas manos en mi cuerpo son sólo un placer pasajero; sean veinte, cuarenta, o mil.

Estoy vacío.

Estoy condenado.

¿Puedo llamarte "Hajime" cuando me corra?


~ * ~

Durante una noche cercana al verano, Arimura Shun yace sentado en el corredor que da al jardín descuidado, en donde descubre luciérnagas, el cantar de las cigarras. Resulta curioso lo semejante que es aquel escenario al antes habitado; es como volver a casa con mamá, tal vez a su útero. Recientemente ha comenzado a escupir sangre, justo como Hajime... recuerda haberla saboreado tantas veces a su lado, como si aquel fuese su destino, el precio a pagar por su amor. Si alza su mirada, se encuentra con la luna roja. Ella le mira de vuelta, leyendo su futuro. La herida infectada duele por más que procura sanarla, la debilidad, el incendio eterno en su sexo rojo y en sus pulmones corroídos. De pronto se sabe en agonía... y es impregnado por un suspiro de horror. Cierra los ojos, aspira con fuerza, a punto de estallar a gritos.

Y entonces ahí está él, el demonio de sus sueños más preciados. Incluso si le da la espalda, si se ha sumido en una oscuridad voluntaria, puede verlo descalzo, con aquella expresión de ángel cruel, ninfa de muerte, que siempre le ha caracterizado. La mano se desliza sobre su mejilla; sabe que se coloca en cuclillas. El filo helado de una navaja acaricia su cuello. Es tan excitante cada vez que lo hace, cuando el horror deja de ser solitario y se torna cálido. Siente un corte hondo, justo en el hueco entre el cuello y su hombro; más arriba que abajo. Ahí está el ardor, la sangre que escurre. Hajime la bebe con delicia, le abraza, vampiro en devoción, y entonces abre los ojos. Un prado de higanbana ha reemplazado el jardín. Es hermoso, es tan dulce ver a las arañas mecerse como pequeños fuegos artificiales... Hajime también lo mira, iluminado por la luna, aquella a quien alguna vez tanto despreció. Hoy por fin lo comprende todo y se siente agradecido, uno con ella.

Solo por esta noche, la diosa soy yo. Este es mi paraíso.


 Este es mi paraíso

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