24. El lobo negro

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Cuando terminé la carrera de Magisterio, me fui a trabajar como maestro rural a una pequeña localidad de las montañas gallegas. Durante mis primeros meses en el pueblo me hospedé en la casa de doña Socorro Pardo de Urzáiz, una viuda de buena familia, que, a causa de ciertos reveses económicos, se había visto obligada a convertir su vieja mansión en una casa de huéspedes. Con nosotros vivían Elvira, la hija adolescente de doña Socorro, y una criada llamada Benita. Aunque han pasado muchos años desde entonces, aún recuerdo perfectamente lo enamorado que estaba de Elvira, que era la muchacha más hermosa que había visto nunca ni he vuelto a ver desde entonces.

Al igual que su madre, era muy devota y siempre llevaba ceñido a su pálido cuello un escapulario de la Virgen. Según me contó su madre, cuando Elvira era pequeña había estado muy enferma, después de que se le infectara la mordedura de un perro vagabundo. Pero una tía suya, que era monja, le había regalado aquella reliquia y se había curado gracias a ella, o al menos eso aseguraba la buena de doña Socorro. Yo creía que había mucho de superstición en esa historia, pero prefería callar mis opiniones al respecto.

La paz que reinaba en el lugar se rompió por culpa un lobo solitario, negro como la noche y extraordinariamente agresivo. Los campesinos creían que aquel animal tan feroz, que hacía estragos entre sus rebaños, no podía ser un lobo normal, sino un demonio. Pero yo, que en aquella época era bastante escéptico, no temía al lobo ni renunciaba a pasear por el monte cuando mis tareas docentes me lo permitían. A fin de cuentas, aquella bestia nunca se había acercado al pueblo en pleno día y yo procuraba volver de mis paseos antes del anochecer.

Una tarde de otoño, me alejé de la villa más que de costumbre y me sorprendió una tormenta mientras paseaba por el páramo, por lo que tuve que refugiarme en una vieja mansión abandonada. Una vez dentro, oí unos sollozos procedentes de un cuarto próximo al vestíbulo. Decidí echar un vistazo y al dar un paso hacia el interior pisé un objeto metálico, apenas visible en la penumbra. Me agaché y recogí aquel objeto, que era un pequeño crucifijo de plata. A continuación, seguí adelante y me encontré con la persona que lloraba. Se trataba de una niña muy pálida y de aspecto desaliñado, pero casi tan guapa como mi amada Elvira. La muchacha se asustó al verme, pero conseguí que se calmara, tras asegurarle que no pretendía hacerle ningún daño y que solo había entrado allí para refugiarme de la tormenta. Cuando me hube ganado su confianza, me contó su triste historia:

—Me llamo María y vivía en una granja al otro lado de la sierra. Mis padres murieron y mi padrastro no dejaba de maltratarme, así que decidí escaparme de casa. Quería llegar a la villa y tomar un tren para Madrid, donde tengo unos tíos que podrían acogerme, pero me sorprendió la tormenta y, al igual que usted, tuve que entrar aquí para refugiarme.

Cuando María terminó de contarme su historia, le pregunté si el crucifijo que había recogido era suyo. Ella asintió y dijo:

-Esa cruz me la regaló mi abuela, que en paz descanse, cuando hice la Primera Comunión. La dejé en la entrada para qué, si el lobo negro viniera por aquí, no pudiera entrar. Se dice que ese lobo es, en realidad, una bruja o un demonio y esos seres les tienen miedo a las reliquias sagradas.

Yo sonreí discretamente al escuchar aquella sarta de tonterías e hice ademán de devolverle el crucifijo a su dueña, pero esta rehusó mi ofrecimiento con un gesto y dijo:

—Ahora es suyo, señor. Se lo regalo por haber sido bueno conmigo y, además, usted lo necesitará más que yo. En Madrid, adonde voy, no hay brujas ni lobos, pero usted se quedará aquí y necesitará su protección cuando camine por el monte.

A pesar de que yo no estaba realmente interesado en aquel crucifijo, hube de aceptarlo para no disgustar a la pobre María y, a cambio, la invité a pasar la noche en casa de doña Socorro. Yo le pagaría la cena y el hospedaje, pues ella no tenía ni un céntimo, y al día siguiente la llevaría a la estación y le compraría un billete que le permitiera huir definitivamente de su brutal padrastro. María me agradeció mi ayuda con numerosas muestras de gratitud y, como ya había escampado, fuimos juntos a la villa, adonde llegamos poco antes del anochecer. Lo primero que hice fue contarle la historia de María a doña Socorro, quien, conmovida, acogió a la huérfana con suma amabilidad y se negó a cobrarme su alojamiento. Después de que María se hubo lavado y adecentado su aspecto con ropas viejas de Elvira, todos nos sentamos a la mesa del salón, para degustar el cocido caliente que nos sirvió la buena de Benita.

Pero entonces se oyeron unos sonidos horribles procedentes del huerto al que daba la ventaba del salón. Nos levantamos, abrimos la ventana y la luz de la luna nos mostró una escena escalofriante: el lobo negro estaba allí, acababa de matar a mordiscos al perro de doña Socorro y seguía impertérrito junto a su víctima, lamiendo la sangre de sus heridas. Al principio me asusté, sobre todo cuando el lobo fijó sobre mí sus diabólicos ojos, que refulgían en la oscuridad como carbones encendidos, pero luego pensé que aquella bestia me brindaba una buena oportunidad para ganarme la estimación de mi adorada Elvira, quien hasta entonces no había hecho mucho caso de mis atenciones. Si conseguía matar al lobo, dejaría de ser un simple maestro rural para convertirme en el héroe del pueblo, así que tomé una escopeta del difunto padre de Elvira, con la cual pensaba matar a la fiera. Todas las mujeres intentaron disuadirme, pero yo no hice caso de sus advertencias, pues mi deseo de demostrarle mi coraje a Elvira era más fuerte que mi miedo. Antes de que abandonara el salón, Elvira se quitó su escapulario por primera vez en muchos años y me rogó que me lo pusiera, pues así la Virgen me protegería. Yo acepté su regalo y salí de la casa, con un crucifijo en el bolsillo, un escapulario de la Virgen en el cuello y una escopeta en las manos. No se podía negar que iba bien protegido, aunque yo solo confiaba plenamente en la escopeta. Sin embargo, esta no resultó ser más eficaz que las reliquias, pues, cuando iba a disparar, el gatillo se encasquilló y el lobo, en vez de huir, se arrojó sobre mí y me hizo caer al suelo. La bestia me hirió en los brazos e intentó clavar sus dientes en mi garganta, pero, gracias a Dios, un vecino que había oído mis gritos de dolor acudió en el momento crítico y despachó al lobo con dos disparos de su propia escopeta.

Yo aún seguía en el suelo cuando varios gritos de terror asaltaron mis oídos. Y aquellos gritos procedían de la casa de doña Socorro. Pensando que Elvira podía estar en peligro, me desembaracé de mi salvador, que no parecía entender lo que pasaba, y entré a toda prisa en la casa.

Mientras corría, una terrible intuición asaltó mi espíritu. El lobo negro no era, desde luego, más que una simple bestia sedienta de sangre, pero… ¿y si realmente existían las brujas y los demonios? Entonces creí comprender por qué María, aquella muchacha a la que nadie conocía de nada y cuya historia yo había aceptado ciegamente, había insistido tanto en que aceptara su crucifijo… o, más bien, un crucifijo que quizás nunca había sido suyo y que ella nunca había tocado delante de mis ojos. ¿Y si el verdadero propietario de la reliquia la había dejado en el vestíbulo de aquella casa no para impedir que entraran en ella algún ser maléfico… sino precisamente para impedir que saliera? Entonces abrí la puerta del comedor y me encontré con una escena realmente enloquecedora. Doña Socorro, que fallecería de un ataque cardíaco aquella misma noche, y la criada se habían desmayado de puro horror, una hermosa e inocente muchacha yacía sobre su propia sangre, con el cuello desgarrado por los dientes de una mujer-vampiro… y otra muchacha desaparecía para siempre entre las tinieblas de la noche, riendo como un monstruo y dirigiéndome una última mirada impregnada de irónica maldad. Todo aquello me horrorizó, pero apenas me sorprendió, pues ya me había mentalizado para ver algo así.

Lo único que realmente me sorprendió fue que la muchacha muerta fuera María y que su sobrenatural asesina fuera aquella misma Elvira a la que tanto había amado… y que aquella noche, por primera vez desde su infancia, se había despojado del bendito escapulario que hasta entonces había contenido su sed de sangre.

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