Mar tempestuoso - Bianka Ponce

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Siempre había encontrado el firmamento una pieza de arte, un lienzo plagado de luminosas constelaciones, que brillaban y se reflejaban en sus pupilas, maravillándolo

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Siempre había encontrado el firmamento una pieza de arte, un lienzo plagado de luminosas constelaciones, que brillaban y se reflejaban en sus pupilas, maravillándolo.

Le gustaban las noches estrelladas, sobre todo aquellas en las que podía sentir el roce de su cuerpo, sus manos descansando en su pecho, ardiendo a través de la tela, su cabello desperdigado por el suelo formando bucles infinitos, y su fragancia, dulce y embriagante, exquisita.

Le gustaban las noches estrelladas porque le recordaban a ella.

Si cerraba sus ojos podía percibir su aliento en sus labios, podía escuchar su melodiosa risa, como campanillas. Si intentaba con más esmero, podía sentir sus delicadas manos acariciando su mejilla y encandilando su ser.

Le gustaban las noches estrelladas porque lo transportaban a sus recuerdos, o más bien, la transportaban a ella a los suyos.

De pronto, una brisa lo atacó, sin consideración, llevándose consigo la calidez que por un instante había logrado atrapar, dejándolo vacío, helado.

Abrió sus ojos y no la vio a su lado.

Ella no lo dejaría, se lo prometió. Ella no rompía sus promesas.

Si alguna vez existió una persona más confiable, sin duda era ella.

No existía maldad en su ser, era casta y pura, amable y bondadosa, sincera y confiada.

Ella era un ángel, celestial, la belleza personificada, femenina y sensual, aunque ni ella misma se diera cuenta.

Hasta el día en que puso sus manos en ella, él supo que no había marcha atrás, la había trastocado. Había tenido el descaro de corromper un ser tan puro como lo era ella.

¿A costo de qué?

Sus ojos no mentían.

Un océano tranquilo, azul y profundo.

Le gustaba el mar, así como le gustaba ella.

No podía evitar perderse en sus aguas, lo abrazaban y lo sumergían en un sinfín de emociones, palpitaciones.

Le gustaba mirarla porque lo desarmaba, se perdía.

No había sensación más gratificante que dejarse caer en el acantilado que eran sus ojos. Allí, en medio de las perpetuas aguas, se sentía libre, renacía.

Le gustaba la forma en que ella lo miraba, tanto como le gustaba admirarla.

Cautivarse por su persona no era novedad para ninguno de los dos, ambos estaban conscientes de los evidentes sentimientos que los embargaban, palpables.

Cada vez que sus ojos se encontraban, él reafirmaba que no podría escapar nunca más, aunque quisiera, sus orbes cual zafiros no se lo permitirían y él no renegaba, no podía resistirse.

Antología ‹‹Amores de Antaño››Donde viven las historias. Descúbrelo ahora