Adiós a la fiesta - cima_1493

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‹‹Tú me perteneces y todo París me pertenece, y yo pertenezco a este cuaderno y a este lápiz››.

Ernest Hemingway

París, ciudad luz, ciudad del amor, ciudad rosa...

¿Cómo olvidar el París de la postguerra? Donde los vagabundos éramos poetas, reunidos alrededor de bistrots bebiendo vino barato y escuchando a Charlie Parker. Pseudo intelectuales disfrazados de soñadores en medio de las ruinas de la ocupación nazi, buscándonos a nosotros mismos a tientas. En medio de la obscuridad siempre brillaba una chispa de luz, en medio de los mercados, las plazas y los burdeles de mala muerte emergía algo nuevo: yo, tan solo una niña de veinte años, saliendo dolorosamente del capullo como una mariposa, emergiendo con timidez de mi pequeña crisálida —mi aldea en Marsella—, para extender el vuelo hacia la luz... hacia la Ciudad Luz, que ya no era ni ciudad ni era luz luego de la guerra.

Pero eso yo no lo sabía, no lo sabía cuando tomé el tren esa mañana. Ese tren hacia París en donde lo conocí a él.

Lo primero que llamó mi atención fue el libro que estaba leyendo, París era una fiesta —bastante apropiado debo decir. Entonces, le sonreí y el resto fue cuestión del destino, maldito e ingrato destino, que nos puso a mí, Céline y a él, que se hacía llamar Jules... en aquel momento que se volvió eterno. Niños, dos vagabundos camino a redescubrir el París —el de Hemingway—, pero sin la fiesta, mirando la vida color de rosa, sabiendo que nuestro tiempo se agotaba y habíamos de tomar caminos diferentes dentro de dos días.

Así que decidimos aprovechar el tiempo.

Íbamos por las calles de París, arreglados de pies a cabeza, yo con mi vestido azul nuevo y él con su traje de tres piezas, solo para no ir a ningún sitio especial. Jules recitando versos al azar y yo con mi libreta de dibujos, ambos, a nuestro modo, retratando nuestro sentir acerca de la destrucción de la capital francesa. Hablando sobre política y religión, sobre cine y literatura, sobre cosas tan opuestas como la vida y la muerte. Tarareando La vié en Rose y La Marsellesa a veces, mezclada con jazz y música de Elvis. Borrachos de felicidad, yo enseñándole francés y él español a mí. Haciendo paradas continuas para leer versos románticos en los Bistrots, a la sazón de una copa de vino barato. Éramos jóvenes en esos tiempos donde el amor podía ser y no ser al mismo tiempo, donde solo bastaba una mirada para escudriñar los secretos del alma de la otra persona y quedar prendado, o prendada en mi caso. Nunca sabré si a él le pasó como a mí o si solo fue la imposibilidad de tenerme lo que le atrajo. Pero en ese momento, vaya que fue real y también hermoso.

—Cuéntame una historia... —le pedí esa noche mientras contemplábamos el Sena con las manos entrelazadas—. Hazme un poema, una canción... ¡Quiero ser tu musa!

—¿Para qué? Las musas son inalcanzables, son solo la agonía de un poeta. En cambio, tú, tú eres real, estás aquí. No quiero que acabe.

Y me dio un beso en los labios.

—¿Crees que volvamos a vernos?

Solo sonrió, con esa sonrisa que podía interpretarse de mil maneras.

—Cuéntame algo —le pedí de nuevo—. Tus sueños, tus anhelos, dime más sobre ti. Algo que no le hayas dicho antes a nadie.

Estiró los hombros y colocó un brazo alrededor de mí.

—Algún día —me dijo— seré un famoso escritor y entonces...

—¡Claro! —Me reí de él. Jules y sus sueños de grandeza—. Los grandes escritores son inalcanzables, se convierten en dioses, no andan vagabundos por las calles de un París en ruinas con una triste campesina.

—¡En serio, Móncheri! Verás mi nombre por todas las librerías, un día volveré por ti y te llevaré conmigo a recorrer América. Luego nos casaremos y tendremos hijos.

—¿Me vas a hacer una mujer decente? —me burlé.

—¡La más decente del mundo! —Se rio y bebió de mi vino—. Y qué hay de ti, Céline, ¿cuáles son tus sueños? Y no digas que casarte y tener hijos, porque no voy a tolerarlo. Hay suficientes amas de casa en este mundo.

Suspiré. Le conté cómo me había escapado de un matrimonio arreglado en mi pueblo, con un tipo que ni siquiera conocía. Le hablé sobre mis sueños de ser pintora, de las burlas de mis amigas, de la desaprobación de mis padres. Pero nunca le dije que podía echar todo por la borda si tan solo él lo pedía, que tenía ganas de rogarle que me llevara con él. No pude hacerlo, simplemente las palabras no salieron de mi garganta.

—Si tan solo me dijeras tu nombre real... —Me carcajeé, creo que había bebido demasiado vino esa noche—. Quizás si lo hicieras, tendríamos alguna posibilidad de...

Rodó los ojos.

—No.

—¿Por qué no? ¡Al menos dame una dirección a dónde enviarte cartas!

—No lo hago porque arruinaría el encanto. —Se rio también y al darse cuenta de mi expresión seria, cambió de cara—. Vamos, Céline, deja que el destino haga lo suyo. Dijiste que creías en él.

Volví a suspirar. Mi corazón... ¡Mi pobre corazón!

No pude evitar sonreír mientras miraba al cielo rogando clemencia. Yo y mis sueños color rosa, de ir a París y encontrar el amor. ¡Qué palabra más barata! Tan fácil de decir y aún más fácil de hacer... porque en París el amor está en todos lados, en el aire, en los edificios, en cada pareja enamorada que viene aquí en busca de la vida en rosa...

Lo que pasó después fue solo la consecuencia del encuentro de dos almas destinadas a no ser, atraídas por la tentación de la imposibilidad de trascender más allá de una noche, pero ¡qué noche! La noche que descubrí que no toda la intimidad requiere un acto sexual. La noche en que, en la cama de esa pensión barata donde nos alojamos, hablamos hasta el amanecer sobre todo y sobre nada. Donde me reveló que su nombre era Alejandro y provenía de las Américas, de la Argentina. A cambio, le confesé que mi verdadero nombre no sonaba tan interesante como Céline. Sin embargo, para él siempre iba a ser Céline, lo que él esperaba que fuera, una visión del amor, una musa etérea, pero nunca una mujer real con la cual casarse y tener hijos, despertar, envejecer y morir juntos.

Pero no pasó. Desde el instante en que su tren partió esa mañana, supe que no volvería a verlo, que lo nuestro había sido solo una aventura ocasional, algo por lo cual toda la gente debería de pasar antes de saber quiénes son en la vida. Que él me olvidaría con la facilidad con que se olvida aquella hermosa puesta de sol que te conmueve hasta las lágrimas, pero no deja de ser efímera. Pero en cambio, yo guardaría esos momentos de por vida en mi mente y corazón.

Antología ‹‹Amores de Antaño››Donde viven las historias. Descúbrelo ahora