El prejuicio español y el orgullo inglés - Esmeralda de la Hoz

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Cádiz, 1809

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Cádiz, 1809.

Los rayos de sol entraban tímidamente por la ventana de la habitación de María, iluminando todo aquello que se interponía a su paso, llegando hasta sus ojos. Pestañeó, los abrió por completo, y su melena se extendió a lo largo de la almohada.

La guerra contra los franceses había comenzado y no tenía indicios de parar. Desde hacía un año, Napoleón había engañado al rey español, por aquel entonces Carlos IV, pasando por el reinado con el pretexto de conquistar Portugal, mas eso no ocurrió, pues las tropas enemigas se instauraron en España y conquistaron cada ciudad que se interpuso a su paso. Napoleón obligó al rey y a su hijo a abdicar en favor de su hermano, José Bonaparte, ahora José I, y desde entonces, las revueltas se siguieron una tras otra. Se produjo el Motín de Aranjuez, posteriormente el Levantamiento del Dos de Mayo, que desencadenó en los fatídicos Fusilamientos del Tres de Mayo llevados a cabo por las tropas napoleónicas.

Ahora los ingleses venían para prestar su ayuda a los españoles, masacrando y robando todo lo que se cruzaba por su camino. Y ellos eran los salvadores, valiente ironía. María no guardaba buena relación con los británicos, que, con su orgullo y descarada petulancia, creían ser los dueños del mundo. Su prepotencia y altivez irritaban sus nervios. Hacía no más de cuatro años, en Trafalgar, los ingleses se enfrentaron a los españoles en una dura batalla y ahora venían a España con el pretexto de salvarnos del yugo francés. ¡Malditos fueran!

Para colmo de su eterna desdicha, había de prepararse para una fiesta que el duque de la Vega organizaba en su mansión a las afueras de Cádiz. Había invitado a los oficiales de mayor prestigio del ejército británico al convite, alagando y felicitando su valentía por ayudar a los españoles en tan cruda batalla. Sin embargo, muchos no entendían que lo que verdaderamente debilitaba al enemigo francés era la técnica de guerrillas que los españoles llevaban a cabo. Pasó el día preparándose para tan aclamada fiesta por orden de su padre, almirante de la Armada Española, que había tenido el honor de ser invitado.

Cuando la magia del crepúsculo, despuntando los últimos rayos de sol del día, dejó entrever un hermoso ocaso plagado de luces ambarinas y de un suculento néctar, con pequeños brillos de oro oscilando en aquel maravilloso paisaje de aterciopelada tranquilidad, partieron hacia la mansión del duque de la Vega. Aquella casa había sido decorada con los más exquisitos detalles, lujosamente adornados. María descendió de su carruaje y entró sin dilación acompañada de su padre.

Es un honor contar con su presencia y la de su hija esta noche, almirante comentó de la Vega.

Para nosotros también, duque, pese a la presencia de extranjeros     respondió su padre.

Era un secreto a voces que el almirante Gonzalo de la Torre odiaba a los ingleses tanto como a los franceses. Luchó con su hijo, Antonio, codo con codo en la batalla de Trafalgar, donde desgraciadamente resultó herido de muerte, dejando a la familia de la Torre sumida en una profunda desdicha. De ahí su repulsión hacia los ingleses.

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