Capítulo 17

202 18 3
                                    

   Bajo frente al gran edificio que se alzaba frente a mí. Lo eché mucho de menos. No recordaba mucho de este lugar y, lo poco que recordaba, eran destellos borrosos.

   Acomodo mi falda tuvo lila, la cual se había subido luego de caminar desde mi casa con unos tacos altos negros. Me había puesto, además de eso, una remera blanca de un solo hombro, rodeando el cuello con un grácil bolado.

   — Buenos días señorita Germanní —me recibe una de las secretarías en la planta baja.

   — Buen día —sonrío quitándome los lentes de sol.

   Tomo el ascensor hasta el último piso. Mientras esperaba, no podía evitar pensar en qué decir cuando las puertas se abran. Estaba nerviosa, luego de tanto tiempo, volver se me hacía difícil. Cuando por fin las puertas se abrieron, pude ver a mi jefe con un trajo blanco perla, asomado a la ventana, mirando hacia afuera con melancolía.

   — ¿Ginebra? —Voltea a verme asombrado.

   — Hola —fue lo único que pude decir ante su masculino aroma.

   — Me alegra que hayas vuelto —sonríe acercándose a mí—. ¿Sabes? Se te extrañó mucho por aquí —confiesa.

   — Me alegro que así sea —sonrío—. ¿Por dónde empiezo? —Miro a mi alrededor, viendo pilas de papeles amontonados.

   — Antes de empezar, quiero decirle algunas cosas —soba su nuca, caminando hacia su silla—. Nosotros somos grandes amigos, de las puertas para afuera. No es por nada, pero no quiero que mis empleados crean que tengo preferencias —susurra como si fuera confidencial.

   — Descuide, vengo a trabajar, no a charlar —aseguro tomando asiento.

   — Aquí puedes ser tú, es mi oficina y no entra nadie más que yo y tú, pero sé discreta —guiña un ojo con una sonrisa.

   Asiento, frunciendo el ceño al ver la cantidad de documentos sin firmar que puso delante de mí.

   — Los necesito a todos firmados para el mediodía —habla con rapidez, prendiendo su computadora.

   — Enseguida —tomo el bolígrafo y comienzo por el primer documento.

   Se sentía bien volver. Por lo menos era el único lugar al que consideraba, en una pequeña medida, familiar. Me gustaba que Williams sea tan bueno conmigo, que me apoye a pesar de todo.

   — ¿Terminaste? —Conecta su mirada a mí, haciéndome ruborizar.

   — Ya casi —contesto.

   — ¿Qué te parece si hacemos un descanso y seguimos luego? —Propone despegando el trasero de la silla.

   — Por mí está bien —alzo los hombros, poniéndome de pie.

   Comienza a caminar hacia al ascensor mientras que yo me quedé allí parada, inmóvil, viendo como se alejaba. Recordé la regla de mantener la relación jefe-empleada en la oficina, y no pude romperla.

   — ¿Qué esperas? ¿No quieres venir? —Pregunta frenando su paso.

   — Ah, íbamos a ir juntos. . . Estoy en eso —exclamo corriendo tras de él.

   Salimos del ascensor, caminando a paso rápido. Las miradas no tardaron en caer sobre nosotros. Evidentemente miraban a mi jefe por su extravagante figura y su jerarquía y me miraban a mí por haber aparecido luego de semanas sin pisar el lugar.

   Caminamos a la par hasta un bar al que creo nunca haber ido. No recordaba mucho de este lugar, por lo que supuse que nunca había caminado por estas calles.

   Las hojas secas crujían bajo mis pies, y las nubes grises se imponían sobre nosotros. La sensación de caminar sobre hojas quebradizas me pareció fascinante. El delicado aroma a tierra húmeda de la mañana hizo que mi piel se erice. Williams solamente caminaba a mi lado, ajeno a las sensaciones que me rodeaban. 

   — ¿En qué piensas? Estás muy callada? —La voz de mi jefe llamó mi atención.

   Interiormente, por mi cabeza pasaban tantas cosas, que no supe qué contestar. Nunca me había detenido a pensar en lo maravilloso que era pisar las hojas secas, o lo exquisito que era el aroma a tierra húmeda, o en la forma en que las gotas de rocío colgaban de las ramas de los árboles. Vivimos tan apurados, asimilando todo esto como "común", que nunca tenemos tiempo de frenar a disfrutar los pequeños detalles de la vida. Nunca nos detenemos a pensar en lo maravillosa que es la naturaleza. Como las hojas se caen tornándose de un color amarillento en el otoño, como después de cada helada nace una flor, como el sol derrite la nieve, llevándose el gélido invierno con cada rayo de sol. Son pequeñas maravillas de las que no nos damos cuenta.

   Y, teniendo en cuenta las millones de cosas que pasaban por mi cabeza, solo pude contestarle:

   — Nada.

   — ¿Estás bien? —Se detiene, mirándome fijo.

   — Sí, de maravilla —sonrío retomando el paso.

   Siento que sonríe para luego alcanzarme, con un paso raramente rápido.

   Llegamos a un bar que se veía extraordinariamente bien. No sé su nombre o si alguna vez estuve aquí, pero la decoración y su estructura me hizo saber que era un lugar fino, demasiado fino para mi gusto.

   Nos abrimos paso entre las mesas. Algunas estaba llenas, otras no tanto. En algunas había parejas charlando, en otras había amigos, en otras había gente en compañía de su soledad, pero todos estaban enfrascados en sus cosas, como pasa casi siempre.

   — ¿Te parece sentarnos por aquí? —Pregunta parándose junto a una mesa que estaba al lado de un gran ventanal.

   — Sí, es un buen lugar —respondo tomando asiento.

   No me convencía mucho la idea de desayunar juntos, sobre todo por lo que dijo horas antes, pero si él lo propuso debe tener un motivo. No voy a preocuparme, solo me voy a relajar y dejar que mi mente se vuelva a enredar en cosas sin sentido como las hojas de otoño y el rocío de la mañana.

   Doy el primer sorbo de café, minutos después de que el camarero se vaya tras dejar nuestro pedido. La calidez de la bebida hizo que mi estómago se relajara por un segundo del frío que había en mi interior.

   — ¿Cómo va tu cabeza? —Esa pregunta me agarra de imprevisto, haciendo que apoye la taza sobre el plato.

   — ¿Mi cabeza? Enquilombada como siempre. . . Supongo —hago una pausa y apoyo los codos sobre la mesa.

   — ¿Qué se siente? Digo, no recordar nada, ¿qué se siente? —Al decirlo desvío su mirada de la mía.

   — Debo admitir que a veces me aterrorizo ante la idea de no saber quién fui —estiro mi antebrazo sobre la mesa.

   — Entiendo, debe ser horrible —mira hacia abajo, sus ojos expresaban una pena imposible de comprender—. Pero no te preocupes, te voy a ayudar, lo prometo —toma mi mano y entrelaza nuestros dedos, acercando el dorso de mi mano a sus labios, para dejar un suave y delicado beso.

   — Gracias por todo lo que haces por mí —respondo tratando de esbozar una sonrisa.

531Where stories live. Discover now