Capitulo 26. Te colaste en mis huesos.

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...«No cualquiera se vuelve loco, esas cosas hay que merecerlas»... Julio Cortázar.



..."Mi nombre es Eugenia Cobo, de nacionalidad mexicana, de veintiocho años de edad. Soy Abogada de profesión, ejerzo en mi Ciudad, San Miguel de Allende. Soy miembro activo del Colegio de Abogados de Guanajuato. Durante cuatro años he llevado casos difíciles y he luchado por los derechos de los trabajadores.

Me avergüenza confesar, que he equivocado el camino. En contra de los principios que juré defender:

He espiado a Grupo Mendiola, y he abusado de la confianza que han depositado en mí.

He participado en la fabricación de pruebas que sustenten una falsa demanda por: «Saqueo, Tráfico y Daño Patrimonial a Estructuras Arqueológicas Protegidas por el INAH y Fuerzas Federales». Con el único fin de dañar la imagen pública de Braulio Mendiola y arruinar su credibilidad como empresario.

He aceptado incentivos económicos de Alexander Ugalde, vicepresidente de Electromecánicos Del Bajío, S.A. De C.V., para estos fines.

Admito que he violado varías leyes y la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos.

Presento mi dimisión al Colegio de Abogados y estaré conforme con la sanción que tengan a bien imponerme por mis faltas.

Atentamente,

Eugenia Cobo"...



Mientras sus ojos viajaban por aquellas letras, las manos de esa mujer castaña temblaron sin control. Cada línea era más terrible que la anterior. Para ella fue claro en ese momento, que,  sí bien esa carta era cierta, dada la evidencia encontrada y la confesión de Ugalde. La misiva fue también un desesperado grito de Eugenia por revertir la situación.

Recordó el desastroso momento, cuando hacia cerca de un año, Eugenia se enteró que su padre, no era quien la había procreado. La chica la enfrentó, le exigió respuestas. Se negó. No le ofreció ninguna explicación, no fue honesta, y, en cambio la obligó a encubrirla. Su carrera política, las elecciones fueron más importantes.

La relación entre madre e hija fue de mal a peor, y poco a poco, esa mentira infectó todas y cada una de sus relaciones personales de Eugenia.

Devolvió la carta al archivo sin mirar a ningún sitio en particular.

Meditó sobre el hecho, de que al saberse embarazada, Eugenia había deseado no cometer el mismo error, que ella. ¡Dios del cielo! Se lo había gritado a la cara: Yo no puedo ser cómo tú. No seré cómo tú. Las últimas palabras que le había dirigido su hija, resonaban con mayor fuerza en su cabeza. Desesperada observó su mano, la misma con la que había golpeado la mejilla de su hija, aún latía y... quemaba.

Una mano pequeña y delicada le ofreció un pañuelo. Aceptó el gesto, y después de secar sus lágrimas, levantó la vista hacia la menuda mujer que tenía frente a ella.

—Acepte mis disculpas — ofreció abatida. Alma le observó sorprendida —. Soy una mujer muy difícil Teniente. Mi carrera, mis obligaciones, tienen un efecto galvanizante en mi. Cuando el sentimiento de la pérdida de mi hija me embargó, me desquite con usted. Me equivoqué.

—El dolor nos lleva a actuar de maneras incomprensibles algunas veces — replicó Alma con indulgencia —. No tengo nada que disculparle, usted solo deseaba que yo cumpliera con mi tarea, y es justo lo que hice.

La Alcaldesa asintió con dignidad. La Teniente sintió pena por ella al reparar en su demacrado rostro.

—Ustedes nunca lo mencionaron en la prensa, pero sé que no lo ignoraban.—Adelantó el torso al escritorio que las separaba —. ¿Hizo las pruebas? ¿Sabe de quién estaba embarazada? —inquirió apoyando las puntas de los dedos en la superficie de la mesa.

Nuestro amor al final del tiempo Where stories live. Discover now