- El falso concurso -

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Cada vez que escuchaba a alguien decir que el ballet era una disciplina exigente no podía evitar pensar en que la palabra se quedaba corta. Porque no era sólo exigente, era tan demandante y ponía tanta presión en tu cuerpo y mente que a veces me preguntaba cómo era que algunas de mis compañeras y compañeros querían dedicarse a él durante el resto de sus vidas.

Para mí era un pasatiempo duro, pero satisfactorio: para ellos era más que una forma de expresión artística, era casi como una religión. No quería ofenderlos, pero estaban un poco locos y eso los llevaba a una rivalidad que se les adhería a los huesos.

Una vez más vi esa rivalidad cuando nuestra maestra anunció que esta temporada elegiría los roles basándose en el merito del primer mes y no de los años anteriores. Me sentí aliviada de que no me importara ser el centro de la atención, tan sólo quería ser buena en lo que hacía y eso no implicaba ser la estrella de la obra.

Lo interesante era que a pesar de que la competencia se palpaba en el aire la clase transcurrió con normalidad, todos eran realmente profesionales. Tanto así que incluso alguien como yo, que no paraba de pensar en cosas de las que hablar, mantenía la boca cerrada para concentrarme en el barré.

Ni siquiera cuando la clase terminaba las cosas cambiaban y no sabía si a mi me había tocado una clase con gente distante y silenciosa o si todos los bailarines de ballet eran así de reservados. No era como que me hubiera internado en su mundo demasiado, por lo general iba a las clases y me iba apenas acababan.

Este día no iba a ser la excepción. Estaba agotada, mi cuerpo no estaba adolorido gracias a la costumbre pero aún así sentía las piernas pesadas. Recogí mis cosas y las guardé en mi bolso mientras escuchaba a unas chicas quejarse de los horarios de las próximas presentaciones.

-Y Maya, ¿qué tal tus vacaciones?- me preguntó Inna, quizás la más amistosa y habladora del grupo.

-Excelentes.- sonreí.

-Como todos los años supongo.-

-Sí, ¿y las tuyas?-

-Muy divertidas.-

Y así, señoritas y señoritos, esa conversación se vio concluida. No era raro que no hubiera hecho muchos amigos allí, pues era como si nadie se interesara en siquiera intentarlo. Estaba segura de que me había tocado gente rara y la verdad es que me daba igual.

Recogí mis cosas con lentitud y me observé durante un instante frente a la pared de espejos antes de irme. Tenía el cabello recogido en un tomate y varios mechones cortos se escapaban de la banda elástica, pensé en dejar que creciera un poco antes de volver a la melena. Me encogí de hombros despreocupada y seguí mi camino fuera del edificio, encontrándome enseguida con el automóvil que debía recogerme, en serio, los chóferes de mamá era terriblemente puntuales.

-¿Puedes llevarme al hotel?- le pedí lanzando el bolso dentro.

-Claro.- respondió el hombre y se echó a andar.

Uno de los beneficios de que mi madre fuera dueña de una cadena de hoteles y resorts era que todas las comodidades propias de esos establecimientos estaban a mi disposición las veinticuatro horas del día. Hoy me apetecía darme una vuelta por el Spa, llenarme el cuerpo de barro caliente y ponerme una mascarilla de miel en la cara que podría lamer a pesar de que no era recomendable.

Saqué mi móvil del bolso para avisarle a la encargada del Spa que estaba a punto de ir y luego le marqué a Alan. Sabía que su pasatiempo favorito no eran las mascarillas orgánicas, pero eso no significaba que no pudiera tentarlo un poco con horas de relajación y jugos naturales nivel dios.

Mi Último AñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora