1. Un sueño y una prueba

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Cuando le fue revelado que la única forma de salvar a su clan era salir al mundo y acabar con aquellos que se oponían a su patrono, el brujo sabía que se iba a encontrar con cosas que dentro de su aldea no había podido ni imaginar; los hombres eran criaturas extrañas, y sus reinos estaban hechos a su semejanza. Pero después de haber recorrido Vitalurgia por muchos años, y visitar incontables lugares, Tálandar creyó que ya nada podía sorprenderle.

Eso fue, por supuesto, hasta que se encontró con una reja de oro como entrada principal a la ciudad de Tymarium. Casi quiso reír, recordándose a sí mismo que sólo había algo más absurdo que los señores de los hombres amasando montañas de riquezas en bóvedas oscuras e inaccesibles, y eso era los señores de los hombres decidiendo que ostentar esas riquezas era una mejor decisión.

Con la garra de su dedo pulgar empezó a rasgar un de los barrotes de la verja, con genuina curiosidad de descubrir si era únicamente una cobertura, o si realmente se trataba de oro macizo.

Apenas había empezado a acariciar la superficie cuando una hoja filosa se detuvo apenas a centímetros de las escamas de su cuello.

—No quiere hacer eso, señor —advirtió un guardia que sonaba bastante irritado. Tálandar imaginó que esto debía ser una ocurrencia al menos diaria.

Encaró al hombre con una sonrisa practicada, lo suficientemente sutil para ser amable, lo suficientemente abierta como para enseñar la impresionante dentadura. Una de las cosas buenas de pertenecer a su raza era sin duda que rara vez era subestimado.

—Era sólo curiosidad —dijo apartando su garra del barrote.

El soldado bajó la lanza y asumió una postura más digna.

Lo miró de pies a cabeza; casi dos metros de altura, cubierto por completo por escamas plateadas que aún sucias del polvo del camino destellaban levemente bajo el sol, las patas no calzadas, la ropa que había visto mucho mejores días, el cayado que aferraba en una de sus garras, y se detuvo de nuevo, atentamente, en su rostro, tan reminiscente de las enormes criaturas mágicas que volaban por los cielos, capaces de reducir ciudades enteras a sus cimientos.

—¿Qué le trae a la Ciudad de la Duquesa de Tymarium, señor dragonborn? —le preguntó.

—Un amigo, espera por mí —respondió.

—¿Amigo?

—Otro dragonborn —ofreció—. Plateado, como yo, debió llegar hace poco a la ciudad. ¿Quizás le haya visto?

El guardia meditó por un momento.

—Muchos entran y salen de la ciudad cada día, no podría decirle.

Tálandar asintió, el hombre le indicó que siguiera con un gesto de la cabeza.

—Respete las leyes de la ciudad si quiere disfrutar su estadía —dijo mientras él avanzaba—. Los pacificadores no somos hombres pacientes.

—Gracias por su gentileza —inclinó la cabeza y siguió su camino.

A decir verdad, no esperaba disfrutar su estadía en la ciudad. Tymarium era todo aquello que no le gustaba de la llamada "civilización"; opulenta y brillante, demasiado pulcra y artificial, llena de personas que no sobrevivirían una noche defendiéndose por sus propios medios en la naturaleza, demasiado seguros del poder que creían que unas piezas de metal les daban, sintiéndose fuertes detrás de muros de roca que el tiempo reduciría a polvo tarde o temprano.

Pero tenía una buena razón para estar ahí. Hace un tiempo había visto a otro como él en sus sueños.

Por supuesto, decir que eran similares era muy generoso, la realidad era que su raza y el color de sus escamas era lo único que les hacía pares, por lo demás, al que buscaba no podía ser más distinto. El dragonborn que había visto era un caballero de armadura brillante y ornada, ojos amarillos que brillaban como si llamas ardieran tras ellos, que blandía una espada que no tenía cuerpo, cuyo filo no era sino un haz de luz cegadora que atravesaba bestias como hierro caliente sobre mantequilla.

Las crónicas de Dragon FangsWhere stories live. Discover now