CAPÍTULO CINCO

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En el momento en el que pisé de nuevo el suelo de palacio me sentí como la persona más desgraciada del mundo. Sentí como si el frío que hacía entre esas cuatro paredes se estuviese colando poco a poco a través de mi piel, congelándome por dentro. La visita a la catedral de Salisbury me había proporcionado la posibilidad de ser una persona normal por unos minutos, gracias a la conversación que había compartido con Louis, el hombre del que mi dama y mejor amiga parecía estar enamorada.

Suspiré cuando llegué a mis aposentos, anhelando todo lo que nunca tendría, a pesar de que, en realidad, supuestamente ya lo tenía todo. Yo no era feliz, sin embargo. Y eso era algo que cualquier persona era capaz de percibir. Pero a nadie le importaba, a nadie le importaba que yo me estuviese muriendo por dentro.

Cuando sentí que era capaz de ir a la alcoba de mi padre sin partirme en dos en el camino, lo hice. Entré sin siquiera llamar, algo preocupada por su salud.

Él estaba ahí, postrado en la cama cubierto de sudor. Estaba despierto, mirando a la nada, cosa que no me esperaba. Me sonrío al verme y yo no pude evitar hacer lo mismo a pesar de que lo único que quería hacer era llorar a mares.

Le pedí amablemente al sirviente que le acompañaba que nos dejase a solas.

—Portia, vida mía, ven aquí —me pidió mientras que daba dos suaves toques al lado de la cama donde solía dormir mi madre cuando estaba viva.

Dios. Cuando estaba viva. Parecía que había pasado toda una eternidad.

Obedecí a mi padre y me senté allí, justamente a su lado para hacerle compañía en un momento como aquel. En un momento en lo que menos necesitaba era sentirse solo.

—¿Cómo os encontráis, Padre?

Él trató de reír y negó con la cabeza mientras que mostraba una mueca de puro dolor. Quería que no hiciese ningún esfuerzo que le provocase empeorar. No estaba preparada para lo que probablemente iba a ocurrir.

—Viejo.

Yo toqué su frente y me estremecí ante el calor que desprendía. Su fiebre no había bajado nada desde que había aparecido, lo que no era una buena señal.

Odiaría el otoño por el resto de mi vida. Y la gripe. Y todo lo que me estaba quitando a mis padres.

—Bueno, habéis pasado por cosas peores. Esto para vos no es nada.

Me sonrió, entrecerrando los ojos por culpa del cansancio.

Me levanté de la cama por un instante para coger un pañuelo de la mesa más cercana a nosotros. Le limpié el sudor mientras que él se pensaba una y otra vez qué decir.

—Cariño, de eso quería hablar justamente.

Le miré fijamente, con el estómago casi destrozado por culpa de los nervios. Sabía perfectamente lo que iba a decirme, pero escucharlo salir de sus labios lo haría verídico. Lo haría real.

—Soy todo oídos.

—Yo no viviré mucho más tiempo. Y, cuando yo muera, el país será tuyo.

Yo apreté los ojos, odiando el sentido que estaba tomando aquella conversación.

Detestaba todo lo que tuviera que ver con reinar, a pesar de que era lo que me tocaba. El simple hecho de verme sentada en aquel trono, justamente al lado de Richard, me ponía completamente enferma.

—Lo sé.

Le miré, observando su expresión de lástima. En el fondo de su corazón, él sabía perfectamente el daño que me había hecho al tomar un trono que yo nunca había deseado. Pero era demasiado orgulloso como para disculparse, como para expresar al exterior que se arrepentía. Porque él era el rey. Porque lo había sido siempre. Porque había deseado serlo desde que había nacido.

—Y, necesito que me prometas que no vas a hacer ninguna estupidez. Richard es un buen hombre, se merece al menos que le des una oportunidad de conocerle.

No podía creer que mi padre estuviese hablando de mi esposo cuando sabía que esa iba a ser una de nuestras últimas conversaciones. Había mencionado todo, Inglaterra, el trono, Richard, pero no a mí. Nunca me tenía en cuenta a mí.

—Lo haré, Padre. Trataré de darle aunque sea una oportunidad.

No estaba segura de si eso iba a ser posible porque, las promesas morían con las personas. Y eso era algo que él mismo me había enseñado. Por lo que asentí, aún así, mientras que le juraba al hombre moribundo que me había dado la vida que iba a ejercer mi papel de esposa con Richard.

—Está bien. ¿Qué tal la catedral de Salisbury?

Le sonreí, y automáticamente se me vino a la cabeza de nuevo la conversación tan agradable que había mantenido con el apuesto y joven maestro de obras.

—A vos os hubiera encantado, Padre. La verdad, van muy avanzados. Yo ni siquiera podía imaginar que apenas llevaban cuatro meses de construcción.

Él asintió con la cabeza y tosió. Yo miré hacia atrás y me puse la mano en la boca, tratando de evitar contagiarme. Era algo que el médico de la corte me había enseñado cuando mi madre estaba moribunda. Eso no me garantizaba que no me contagiaría también, pero era una buena forma de evitarlo, al menos.

—Me alegro, hija.

El silencio que vino después fue sepulcral. Como si él ya hubiera muerto. Como si yo no fuese más que un fantasma.

—Yo nunca la veré terminada.

Tragué saliva y le sonreí, tratando de consolarle.

—Yo tampoco. Probablemente mis hijos tampoco lo harán.

Supe entonces que la mención de la posibilidad de que yo tuviese hijos con Richard le hizo feliz. Lo supe porque de pronto su rostro se iluminó, y una sonrisa apareció casi instantáneamente en sus labios. A mí, por mi parte, me invadió una sensación de pura tristeza ya que, él nunca los conocería en caso de que los tuviese. Nunca. Al igual que mi madre.

—Te quiero, hija mía.

Creo que esa fue la primera vez real que mi padre me dijo que me quería sin tener la obligación de hacerlo. Abrí los ojos como platos y sentí como todo mi interior se hacía pedazos.

No podía llorar en esos momentos. No debía llorar.

—Yo también os quiero, Padre.

Él alargó su brazo para tocar mi mejilla y trató de sonreír.

—Más que a nada en el mundo.

ARGAMASA ; timothée chalametWhere stories live. Discover now