CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO

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Henri poco a poco se fue metiendo debajo de mi piel y se convirtió en una persona cuya compañía me parecía agradable sin tener la necesidad de fingir.

Él era simplemente encantador. Con su sonrisa impecable y sus buenos modales, hacía que me fuese extremadamente fácil no tener a Louis en mente todo el maldito tiempo.

No me fue nada difícil enseñarle cada rincón de mi palacio, ni cenar cada noche en su compañía, ni por supuesto, acompañarle a visitar la catedral de Salisbury cuando él mismo me lo pidió.

"He escuchado que será la más alta de Inglaterra, e incluso de Europa" me dijo con los ojos llenos de ilusión una noche después de cenar.

Y, aunque me costó aceptar, unos cuantos días después galopé junto a él y todos los nobles de mi corte en dirección a la ciudad que me había protegido del monstruo de mi esposo durante semanas.

Se sentía como si hubiesen pasado años desde la última vez que había estado allí. Porque, la verdad, había pasado de todo. Había perdido a la persona que más quería, había perdido también a un hijo y sentía además que había perdido a la persona que yo misma había sido durante el tiempo que duró mi encierro.

Esa persona que jamás volvería. La que nunca debió existir. La que siempre soñé con ser.

Cuando llegamos a la plaza principal de ese priorato que ya me conocía casi a la perfección, un grupo de ciudadanos ya estaba esperando nuestra llegada. Había avisado unos cuantos días antes para que tuviesen la oportunidad de preparar todo y que la visita fuese a la perfección.

Yo sonreí ante las miradas agradables de la gente y me bajé del caballo para amarrarlo en un poste de madera junto al de Henri. Le sonreí también a este último y él me dedicó exactamente el mismo gesto.

Estaba agradecida de estar allí porque, aunque no debía, me moría por ver a Louis para asegurarme de que estaba bien y justamente igual a la última vez que le vi.

—Buenos días, Majestad —escuché detrás de mí en el mismo momento en el que me iba a girar hacia el pueblo de Salisbury.

Me paré en seco porque, al contrario de todas mis expectativas, esa no era la voz de Jacques. No era la voz del padre de la que seguía siendo mi persona favorita de todo el universo.

Me di la vuelta cuando pasó un buen rato para encontrarme de bruces con la mirada simpática y ese hoyuelo encantador que tanto apreciaba desde el día que le había conocido. Bajó su mirada al suelo sin pensarlo a modo de reverencia.

Era Harry.

Después de tanto tiempo, era Harry.

Parecía que le había conocido en otra vida, y ya le echaba tanto de menos que casi me sentí incapaz de aguantarme y no lanzarme para darle un abrazo que durase horas. Hasta que todo lo que le extrañaba saliese de mí, al menos.

Yo le sonreí de vuelta, porque él nunca parecía guardarle rencor a nadie. No parecía odiar a nadie, ni pedir nada a cambio nunca. Y jamás sería capaz de agradecer todo eso.

—Buenos días, maestro de obras —respondí, intentando con todas mis fuerzas no decir su nombre delante de todo el mundo y reavivar los rumores que ya nos rodeaban desde el día de la ejecución—. Él es Henri, el duque de Bretaña. Está muy interesado en la catedral, ya que al parecer ha oído hablar de ella desde Francia.

Los ojos de Harry se iluminaron, siendo incapaz de creer el hecho de que algo que su familia y él habían creado era conocido en diferentes rincones de Europa.

Bonjour, Monsieur —saludó al escuchar de dónde provenía la persona que me acompañaba.

Yo le miré con la misma mirada de admiración de siempre y comencé a buscar disimuladamente entre la multitud la presencia de Louis mientras que ellos se presentaban y hablaban acerca de la catedral en su idioma materno.

ARGAMASA ; timothée chalametWhere stories live. Discover now