Capítulo VIII

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De los bienes y males, que por la mayor parte son comunes a los buenos y malos

No obstante, dirá alguno: ¿por qué se comunica esta misericordia del Altísimo a los impíos e ingratos?, y respondemos, no por otro motivo, sino porque usa de ella con nosotros. ¿Y quién es tan benigno para con todos? «El mismo que hace que cada día salga el sol para los buenos y para los malos, y que llueva sobre los justos y los pecadores». Porque aunque es cierto que algunos, meditando atentamente sobre este punto, se arrepentirán y enmendarán de su pecado, otros, como dice el Apóstol, «no haciendo caso del inmenso tesoro de la divina bondad y paciencia con que los espera, se acumulan, con la dureza y obstinación incorregible de su corazón, el tesoro de la divina ira, la cual se les manifestará en aquel tremendo día, cuando vendrá airado a juzgar el justo Juez, el cual compensará a cada uno, según las obras que hubiere hecho». Con todo, hemos de entender que la paciencia de Dios respecto de los malos es para convidarlos a la penitencia, dándoles tiempo para su conversión; y el azote y penalidades con que aflige a los justos es para enseñarles a tener sufrimiento, y que su recompensa sea digna de mayor premio. Además de esto, la misericordia de Dios usa de benignidad con los buenos para regalarlos después y conducirlos a la posesión de los bienes celestiales; y su severidad y justicia usa de rigor con los malos para castigarlos como me recen, pues es innegable que el Omnipotente tiene aparejados en la otra vida a los justos unos bienes de los que no gozarán los pecadores, y a éstos unos tormentos tan crueles, con los que no serán molestados los buenos; pero al mismo tiempo quiso que estos bienes y males temporales de la vida mortal fuesen comunes a los unos y a los otros, para que ni apeteciésemos con demasiada codicia los bienes de que vemos gozan también los malos, ni huyésemos torpemente de los males e infortunios que observamos envía: también Dios de ordinario a los buenos; aunque hay una diferencia notable en el modo con que usamos de estas cosas, así de las que llaman prósperas como de las que señalan como adversas; porque el bueno, ni se ensoberbece con los bienes temporales, ni con los males se quebranta; mas al pecador le envía Dios adversidades, ya que en el tiempo de la prosperidad se estraga con las pasiones, separándose de las verdaderas sendas de la virtud. Sin embargo, en muchas ocasiones muestra Dios también en la distribución de prosperidad y calamidades con más evidencia su alto poder; porque, si de presente castigase severamente todos los pecados, podría creerse que nada reservaba para el juicio final; y, por otra parte, si en la vida mortal no diese claramente algún castigo a la variedad de delitos, creerían los mortales que no había Providencia Divina. Del mismo modo debe entenderse en cuanto a las felicidades terrenas, las cuales, si el Omnipotente no las concediese con mano liberal a algunos que se las piden con humillación, diríamos que esta particular prerrogativa no pertenecía a la omnipotencia de un Dios tan grande, tan justo y compasivo, y por consiguiente, si fuese tan franco que las concediese a cuantos las exigen de su bondad, entendería nuestra fragilidad y limitado entendimiento que no debíamos servirle por otro motivo que por la esperanza de iguales premios, y, semejantes gracias no nos harían piadosos y religiosos, sino codiciosos y avarientos. Siendo tan cierta, esta doctrina, aunque los buenos y, malos juntamente hayan sido afligidos con tribulaciones y, gravísimos males, no por eso dejan de distinguirse entre sí porque no sean distintos los males que unos y, otros han padecido; pues se compadece muy, bien la diferencia de los atribulados con la semejanza de las tribulaciones, y a pesar de que sufran un mismo tormento, con todo, no es una misma cosa la virtud y, el vicio; porque así como con un mismo fuego resplandece el oro, descubriendo sus quilates, y la paja humea, y, con un mismo trillo se quebranta la arista, y, el grano se limpia; y, asimismo, aunque se expriman con un mismo peso y husillo el aceite y el alpechín, no por eso se confunden entre sí; así también una misma adversidad prueba, purifica y afina a los buenos, y, a los malos los reprueba, destruye y aniquila; por consiguiente, en una misma calamidad, los pecadores abominan y blasfeman de Dios, y, los justos le glorifican y piden misericordia; consistiendo la diferencia de tan varios sentimientos, no en la calidad del mal que se padece, sino en la de las personas que lo sufren; porque, movidos de un mismo modo, exhala cieno un hedor insufrible y el ungüento precioso una fragancia suavísima.

La ciudad de Dios: Libro IWhere stories live. Discover now