Capítulo XI

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Del fin de la vida temporal ya sea breve ya sea larga

Mas se dirá perecieron muchos cristianos al fuerte azote del hambre, que duró por mucho tiempo, y respondo que este infortunio pudieron convertirle en utilidad propia los buenos, sufriéndole piadosa y religiosamente, porque aquellos a quienes consumió el hambre se libraron de las calamidades de esta vida, como sucede en una enfermedad corporal; y los que aún quedaron vivos, este mismo azote les suministró los documentos más eficaces no sólo para vivir con parsimonia y frugalidad, sino para ayunar por más tiempo del ordinario. Si añaden que muchos cristianos murieron también a los filos de la espada, y que otros perecieron con crueles y espantosas muertes, digo que si estas penalidades no deben apesadumbrar, es una ridiculez pensarlo así, pues ciertamente es una aflicción común a todos los que han nacido en esta vida; sin embargo, es innegable que ninguno murió que alguna vez no hubiese de morir; y el fin de la vida, así a la que es larga como a la que es corta, las iguala y hace que sean una misma cosa, ya que lo que dejó una vez de ser no es mejor ni peor, ni más largo ni más corto. Y ¿qué importa se acabe la vida con cualquier género de muerte, si al que muere no puede obligársele a que muera segunda vez, y, siendo manifiesto que a cada uno de los mortales le están amenazando innumerables muertes en las repetidas ocasiones que cada día se ofrecen en esta vida, mientras está incierto cuál de ella le ha de sobrevenir? Pregunto si es mejor sufrir una, muriendo, o temerlas todas, viviendo. No ignoro con cuánto temor elegimos antes el vivir largos años debajo del imperio de un continuado sobresalto y amenazas de tantas muertes, que muriendo de una, no temer en adelante ninguna; pero una cosa es lo que el sentido de la carne, como débil, rehúsa con temor, y otra lo que la razón bien ponderada y examinada convence. No debe tenerse por mala muerte aquella a que precedió buena vida, porque no hace mala a la muerte sino lo que a ésta sigue indefectiblemente; por esto los que necesariamente han de morir, no deben hacer caso de lo que les sucede en su muerte, sino del destino adonde se les fuerza marchar en muriendo. Sabiendo, pues, los cristianos, que fue mucho mejor la muerte del pobre siervo de Dios «que murió entre las lenguas de los perros que lamían sus heridas, que la del impío rico que murió entre la púrpura y la holanda», ¿de qué inconveniente pudieron ser a los muertos que vivieron bien aquellos horrendos género de muertes con que fueron despedazados?

La ciudad de Dios: Libro IWaar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu