Capítulo XIX

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 De Lucrecia, que se mató por haber sido forzada

Celebran y ensalzan los antiguos con repetidas alabanzas a Lucrecia, ilustre romana, por su honestidad y haber padecido la afrenta de ser forzada por el hijo del rey Tarquino el Soberbio. Luego que salió de tan apretado lance, descubrió la insolencia de Sexto a su marido Colatino y a su deudo Junio Bruto, varones esclarecidos por su linaje y valor, empeñándolos en la venganza; pero, impaciente y dolorosa de la torpeza cometida en su persona, se quitó al punto la vida. A vista de este lamentable suceso, ¿qué diremos? ¿En qué concepto hemos de tener a Lucrecia, en el de casta o en el de adúltera? Pero quién hay que repare en esta controversia? A este propósito, con verdad y elegancia, dijo un célebre político en una declaración: «Maravillosa cosa; dos fueron, y uno sólo cometió el adulterio; caso estupendo, pero cierto.» Porque, dando a entender que en esta acción en el uno había habido un apetito torpe y en la otra una voluntad casta, y atendiendo a lo que resultó, no de la unión de los miembros, sino de la diversidad de los ánimos; dos, dice, fueron, y uno sólo cometió el adulterio. Pero ¿qué novedad es ésta que veo castigada con mayor rigor a la que no cometió el adulterio? A Sexto, que es el causante, le destierran de su patria juntamente con su padre, y a Lucrecia la veo acabar su inocente vida con la pena más acerba que prescribe la ley: si no es deshonesta la que padece forzada, tampoco es justa la que castiga a la honesta. A vosotros apelo, leyes y magistrados romanos, pues aun después, de cometidos los delitos jamás permitisteis matar libremente a un facineroso sin formarle primero proceso, ventilar su causa por los trámites del Derecho y condenarle luego; si alguno presentase esta causa en vuestro tribunal y os constase por legítimas pruebas que habían muerto a una señora, no sólo sin oírla ni condenarla, sino también siendo casta e inocente, pregunto: ¿no castigaríais semejante delito con el rigor y severidad que merece?. Esto hizo aquella celebrada Lucrecia: a la inocente, casta y forzada Lucrecia la mató la misma Lucrecia; sentenciadlo vosotros, y si os excusáis diciendo no podéis ejecutarlo porque no está presente para poderla castigar, ¿por qué razón a la misma que mató a una mujer casta e inocente la celebráis con tantas alabanzas? Aunque a presencia de los jueces infernales, cuales comúnmente nos los fingen vuestros poetas, de ningún modo podéis defenderla estando ya condenada entre aquellos que con su propia mano, sin culpa, se dieron muerte, y, aburridos de su vida, fueron pródigos de sus almas a quien. deseando volver acá no la dejan ya las irrevocables leyes y la odiosa laguna con sus tristes ondas la detiene; por ventura, ¿no está allí porque se mató, no inocentemente, sino porque la remordió la conciencia? ¿Qué sabemos lo que ella solamente pudo saber, si llevada de su deleite consintió con Sexto que la violentaba, y, arrepentida de la fealdad de esta acción, tuvo tanto sentimiento que creyese no podía satisfacer tan horrendo crimen sino con su muerte? Pero ni aun así debía matarse, si podía acaso hacer alguna penitencia que la aprovechase delante de sus dioses. Con todo, si por fortuna es así, y fue falsa la conjetura de que dos fueron en el acto y uno sólo el que cometió el adulterio, cuando, por el contrario, se presumía que ambos lo perpetraron, el uno con evidente fuerza y la otra con interior consentimiento, en este caso Lucrecia no se mató inocente ni exenta de culpa, y por este motivo los que defienden su causa podrán decir que no está en los infiernos entre aquellos que sin culpa se dieron la muerte con sus propias manos; pero de tal modo se estrecha por ambos extremos el argumento, que si se excusa el homicidio se confirma el adulterio, y si se purga éste se le acumula aquél; por fin, no es dable dar fácil solución a este dilema: si es adúltera, ¿por qué la alaban?, y si es honesta, ¿por qué la matan? Mas respecto de nosotros, éste es un ilustre ejemplo para convencer a los que, ajenos de imaginar con rectitud, se burlan de las cristianas que fueron violadas en su cautiverio, y para nuestro consuelo bastan los dignos loores con que otros han ensalzado a Lucrecia, repitiendo que dos fueron y uno cometió el adulterio, porque todo el pueblo romano quiso mejor creer que en Lucrecia no hubo consentimiento que denigrase su honor, que persuadirse que accedió sin constancia a un crimen tan grave. Así es que el haberse quitado la vida por sus propias manos no fue porque fuese adúltera, aunque lo padeció inculpablemente; ni por amor a la castidad, sino por flaqueza y temor de la vergüenza. Tuvo, pues, vergüenza de la torpeza ajena que se había cometido en ella, aunque no con ella, y siendo como era mujer romana, ilustre por sangre y ambiciosa de honores, temió creyese él vulgo que la violencia que había sufrido en vida había sido con voluntad suya; por esto quiso poner a los ojos de los hombres aquella pena con que se castigó, para que fuese testigo de su voluntad ante aquellos a quienes no podía manifestar su conciencia. Tuvo, pues, un pudor inimitable y un justo recelo de que alguno presumiese había sido cómplice en el delito, si la injuria que Sexto había cometido torpemente en su persona la sufriese con paciencia. Mas no lo practicaron así las mujeres cristianas, que habiendo tolerado igual desventura aun viven; pero tampoco vengaron en si el pecado ajeno, por no añadir a las culpas ajenas las propias, como lo hicieran, si porque el enemigo con brutal apetito sació en ellas sus torpes deseos, ellas precisamente por el pudor público fueran homicidas de sí mismas. Es que tenían dentro de sí mismas la gloria de su honestidad, el testimonio de su conciencia, que ponen delante de los ojos de su Dios, y no desean más cuando obran con rectitud ni pretenden otra cosa por no apartarse de la autoridad de la ley divina, aunque a veces se expongan a las sospechas humanas.

La ciudad de Dios: Libro IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora