DOCE

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No sé por qué sigo aquí sentada, ni por qué me preocupo por él. La fiebre le subió en cuanto llegamos aquí y su pierna tiene muy mal aspecto. Y cuando digo mal aspecto, quiero decir muy mal aspecto. Un escalofrío me recorre la espalda. Amputársela es una opción, si no mejora, claro. Pero Yaroc parece no ser consciente de la situación en la que se encuentra, se dedica a replicar, insultar y refunfuñar. Aunque tiene los ojos cerrados y la respiración lenta sé que está despierto.

—Está bien, si no quieres hablar no hables —me levanto de la silla.

—Yo no te he pedido que te preocupes por mí —replica enfadado.

—Mira Yaroc —reúno toda mi paciencia para no gritarle—. No sé qué es lo que te pasa. Y resulta que yo solo quiero ayudar.

—¡Ayudar! —se sienta sobre la cama con una mueca— ¡Eso es lo que pasa! Tú solo quieres ayudar. Oh, vaya. Qué agradecido estoy —escupe como si las palabras fueran veneno—. No te das cuenta, ¿verdad? Cada vez que intentas ayudar lo estropeas todo. ¡Tú tienes la culpa de todo esto! ¡De todo!

Tuerce el gesto en una mueca y se vuelve a tumbar, dejándome con un nudo terrible en la garganta. Al apoyar la cabeza veo que tiene una trencita cerca de la nuca, el pelo normalmente se la tapa. La trenza está decorada y se nota que es algún tipo de símbolo. Pero no sé qué significa y mi mente aún procesa sus palabras.

—Tienes razón —consigo decir al fin—, todo esto es mi culpa. Yo te metí en esto. Lo siento. Sé que no puedo solucionarlo, que no puedo ayudar... Pero al menos me gustaría saber si necesitas hablar con alguien de... de lo que sea que te pasa desde que Sarbeik... —Al oír el nombre de la aldea, Yaroc se encoje— Había alguien allí, ¿verdad?

—No... No te atrevas a —pero se le quiebra la voz.

—¿Qué?

—Dane... estaba embarazada. Y no sé si... —la pena que hay en sus palabras me rompe el corazón.

—¿Quién es Dane? —pregunto en tono suave, esperando un insulto que no llega.

—Mi hermana —se lleva la mano a la trencita.

—Oh —porque sé que lo siento no ayudará. No sé qué es tener hermanos. Ni mucho menos perderlos.

Yaroc se gira hacia mí, con los ojos enrojecidos, claramente sorprendido ante mi silencio. Las palabras no pueden arreglar esto. Cierra los ojos y llora en silencio. Pienso en marcharme, pero algo me lo impide.

—No dejaremos que más gente muera —mi propia voz me sorprende.

El chico no dice nada, tan solo se queda mirando un punto inconcreto en la pared. Luego mira a Fiko, que dormita tranquilamente con una oreja levantada. Por último levanta la mirada y, sin llegar a mirarme directamente pregunta en un tono apenas inaudible:

—¿Me amputarán la pierna?

Me quedo rígida en mi sitio. Mis músculos completamente paralizados, mis pulmones piden aire, pero no recuerdo cómo respirar. Oír esas palabras en boca de otra persona las hace más reales, y más horribles.

—Yo... Tiene mal aspecto... —balbuceo.

Yaroc empieza a reír. Es una risa espeluznante. Por un momento temo que se haya vuelto loco. Entonces suspira y apoya la cabeza sobre la almohada.

—Menuda porquería —me mira con una sonrisa torcida—. No es tan horrible en realidad. Es que... me hace gracia. Voy a quedarme cojo.

—¿Qué te qué? —en mi boca se entremezclan las palabras.

—Toda esta situación es tan... inverosímil. Cuesta de creer. Mi... —duda unos instantes en continuar— padre me enseñó a tomarme las situaciones más complejas con sentido del humor... Así no duele tanto —pero la última frase la dice con voz trémula.

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