«Perfeccionistas»

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El hombre de edad media se encontraba amarrado fuertemente a la silla de madera. La cuerda, gruesa y rasposa, era muy burda como para mantener a alguien inmovilizado, pero los nudos y la presión excesiva compensaban su mala calidad. La fibra había empezado a cortar su carne y podía sentir algo húmedo resbalándose por sus muñecas.

Dos chicas entraron. Si no fuera por la diferencia de alturas, bien podrían haber pasado por gemelas. En realidad, tan solo eran dos hermanas muy parecidas. Él conocía a ambas: la mayor era Pamela, la menor era Isa.

Intentó preguntarles qué era lo que hacían, pero el pañuelo de algodón metido hasta la entrada de su garganta y asegurado con cinta industrial se lo impidió.

—Has sido, durante toda nuestra vida, un padre horrible, Harold —empezó Isa.

—No eres nada más que una basura insignificante, alguien que nunca mereció tener hijos, Harold. Una peste, pero hoy vamos a componer todas las cosas que convertiste en mierda. Hoy vamos a hacer las cosas bien.

Pamela dejó de esconder sus manos detrás de su espalda. Dos pequeños y pesados mazos recién comprados de la ferretería descansaban tranquilamente en sus palmas.

Ambas se encontraban ansiosas. Habían preparado este discurso toda su vida; habían esperado este momento durante mucho tiempo y jamás pensaron que realmente fuera a suceder.

Pamela comenzó a planearlo cuando la cosa a la que llamaba padre se emborrachó en su octavo cumpleaños, vomitó sobre el pastel y le pegó una bofetada por llorar. Isa comenzó a fantasear con ello cuando, en sus pruebas de natación, algo salió terriblemente mal porque ese hombre aún no la dejaba comprar toallas sanitarias.

Ahora, después de mucho tiempo, podían vivir su fantasía.

—Nos has humillado, maltratado, despreciado durante toda nuestra vida...

—Nos has golpeado, empujado y explotado desde que aprendimos a caminar.

—Pero ya no, papi querido. De hecho, nunca más.

La sonrisa que se formó en la cara de Pamela hizo que el hombre se alterara. Fue entonces cuando comenzó a balbucear, a implorar por su vida. Él no se merecía esto, pero las palabras no salieron a tiempo, y aun si lo hubieran hecho, nada hubiera cambiado.

Pamela alzó el mazo y el primer golpe cayó en la rodilla, destrozando la rótula y haciendo puré el cartílago. Un poco del horrendo grito del hombre se alcanzó a escuchar a través de la mordaza.

Isa levantó el mazo y, dando un grito digno de un comandante al frente de la batalla, dejó caer la pesada cabeza en la otra pierna, logrando que el hueso perfectamente sano se fracturara y se astillara dentro de la carne magullada.

De esa manera, como si fueran un par de obreras entusiastas arreglando la superficie caprichosa de una columna de metal, las dos hermanas se tomaron turnos para lanzar golpes, con sus gritos eufóricos ahogando el delicado sonido del cuerpo martillado. No tenían miedo de hacer ruido; estaban en el sótano de la casa y nadie nunca las había escuchado cuando papá bajaba con una de ellas para darles algún castigo francamente ingenioso. A veces usando cables, otras veces eran atizadores, agujas, alambres, vidrios rotos. Su padre tenía muy clara su visión de la disciplina.

Gigantescos lagrimones surcaban la cara implorante del hombre, quien pedía piedad a gritos en su mente. Registraba cada gramo de dolor fácilmente proporcionado mientras su cordura empezaba a desvanecerse en un mar de suplicios inconexos. Y, de repente, tan solo deseaba que todo se detuviera.

Pero ellas solo habían aprendido una cosa de su padre: el jamás detener un castigo.

Para cuando la lenta ascensión de su tortura llegó al rostro, ambas hermanas se encontraban cansadas y respirando con dificultad, pero no iban a dejar que nada les quitara el entusiasmo. Ahora tenía una nariz, ahora ya no. Una buena dentadura se había ido junto a su mandíbula destrozada. Pamela dio un golpe especialmente tenaz cuando llegó a la cabeza y escuchó que algo se rompía, cómo el cráneo cedía ante el impacto.

Las chicas, ahora cubiertas con manchas de sangre, se detuvieron frente a lo que quedaba: un ser mitad hombre, mitad pulpa. Ambas se vieron por un momento, e Isa, la más audaz, fue la primera en hablar.

—Te dije que nos iba a salir bien. Ahora que lo hemos ensayado, no puedo esperar a probarlo con papá. —Soltó una risita, dejó el mazo en el suelo y fue al lugar donde habían puesto las toallitas húmedas.

—Sí, bueno, la condición física de Earl era mucho peor que la de papá —recordó Pamela mientras iba al lado de su hermana y comenzaba a limpiar el desastre en su rostro—. Aún no entiendo por qué querías hacer una prueba.

—Solo quiero que esto sea perfecto —replicó Isa, notando inmediatamente la dubitación en su hermana—. Oye, vamos, no te pongas así. Todo saldrá bien, te lo prometo. Drogaremos a papá como lo hicimos con este idiota, y pronto seremos libres. Libres, al fin.

El tono esperanzador en la voz de su hermanita no solo calmó a Pamela, sino que le devolvió el coraje. Libres, por supuesto, había algo en esa oración, un sentimiento que nadie más en el mundo podría comprender, ni siquiera otro par de hermanas en sus mismas circunstancias. Todo esto era algo que habían compartido. Y pronto podrían ser libres.

—Tenemos que deshacernos de él. —Pamela señaló a la pasta humana.

Earl había sido el vecino de toda su vida. Siempre había estado allí, en los cumpleaños, en las fiestas, durante las celebraciones del vecindario. Siempre. Lo había visto todo, y no había hecho nada.

—Fue una buena práctica, ¿a que sí? —Isa la deslumbraba con su sonrisa, una que no le había visto en mucho tiempo—. Solo quiero cambiar algo, espero que no te importe.

—¿El qué?

—Quiero ir más lento con papá. Mucho, mucho más lento.
*Créditos al autor*

Compilación de historias de terrorWhere stories live. Discover now