20 de marzo de 2020

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Julia arrastró la valija por la vereda haciendo un esfuerzo para que sus manos transpiradas no la dejaran caer. Le habían dicho que se preparara para unas semanas de frío que en Argentina jamás había vivido, pero la realidad cuando llegó a Londres fue distinta. Es cierto que el aeropuerto la había recibido con un cuchillazo de viento, ¿pero no son acaso así todos los aeropuertos? Ya habían pasado unos días y desde entonces, la temperatura había subido acorde a su angustia. Ese sábado el aire era denso, húmedo, casi parecido al que corría en septiembre en Rosario, cuando el invierno se rehusaba a irse y el verano empezaba a empujarlo.

Era veinte de marzo, ya había pasado más de un mes desde ese viernes que había cambiado todo: su presente, su futuro, la visión que ella tenía de su pasado. Había llegado a Inglaterra una semana atrás, dispuesta a encontrar en lo desconocido un escape, una puerta que quizás la lleve a desconocer también lo que le había pasado. En la ciudad, en cambio, sólo había encontrado más desesperación. Si su vida hubiese sido un videojuego, ella habría pedido ponerla en pausa, retomarla cuando su batería estuviese más cargada. Por ahora, sólo le quedaba seguir.

Ella había estado segura de que nada era capaz de sorprenderla tanto como lo que encontró en la casa de Facundo mientras lo esperaba para sorprenderlo en San Valentín, pero el mundo le mostró que estaba equivocada. La sensación de libertad que tanto había buscado le duró tan sólo unos días y tres visitas a museos. De repente, con una velocidad frenética, la ciudad se empezó a cerrar alrededor suyo. Todavía quedaban bares abiertos y las calles alrededor de Piccadilly Circus  servían de escenario para algunos jóvenes que querían divertirse, pero el resto de la ciudad parecía haberse escondido de ella. Las aerolíneas no tardaron mucho en comunicar que los vuelos a Argentina iban a ser cancelados y el hotel donde ella se estaba quedando le avisó que no podían prometerle alojamiento indeterminado. Su hermana le había dicho que quizás esto servía para poner las cosas en perspectiva, para entender que quizás su tragedia pasada no había sido tan grave. Julia le había cortado el teléfono porque no tenía fuerzas para explicarle que seguía prefiriendo este naufragio, que Londres no la había traicionado, que ningún avión podía abandonarla como lo había hecho Facundo.

Julia desbloqueó su celular para volver a leer la dirección que iba a servirle de refugio. No quería ser desagradecida, entendía que había tenido más suerte que la mayoría, pero la concatenación de desgracias la seguía irritando. De todas las casas de todos los países del mundo, le había tocado aterrizar en la de Octavio. Hubiese preferido recurrir a alguien que odiaba completamente y no a él, que siempre la había ignorado con una cordialidad incuestionable. Hacía años que no lo veía, por lo menos cinco. Por lo que habían comentado, él se había separado de Ángeles mucho antes de irse a Londres a trabajar. Julia no podía concebirlo, esos dos siempre habían parecido estar hechos el uno para el otro. Ambos presentaban ese halo de seguridad en sí mismos que sólo puede tener quien comprende que no hay un punto en el que no habite su belleza. Cuando de Ángeles y Octavio se hablaba, el efecto de su atractivo se extendía a través del tiempo y el espacio. Alcanzaba con pensarlos juntos para que uno se sintiera movilizado, eran la idea de la perfección hecha carne. Su fuerte era la perfecta composición que se daba entre ambos, el equilibro divino que hacía que al verlos juntos no faltara nada.

Ángeles siempre había sido muchísimo más simpática que él, que jamás había hecho el esfuerzo por disimular sus claras ganas de estar en otro lado. Por mucho tiempo, Julia había pensado que era personal, que su sola presencia arruinaba cualquier espacio que él estaba habitando. Era imposible ignorar la decepción que salía de sus ojos cuando se encontraba con los de ella, pero a Julia eso no podía importarle menos. O quizás sí, pero quería convencerse de que ser irrelevante para la persona más interesante que ella conocía no era tan grave. Su solución había sido ignorarlo, ahorrarse y ahorrarle el trabajo de tener que sostener lo insostenible con charlas de ascensor. Había sido difícil mientras la amistad entre ella y Ángeles se había mantenido, pero cuando su mejor amiga desapareció de su vida, se llevó con ella la incomodidad de tener que disimular cuán incomoda la a Julia ponía estar cerca de él.

Las situaciones extremas requieren medidas extremas y cuando un amigo le sugirió escribirle a Octavio, ella no había tenido otra alternativa que hacerlo. Él tenía un buen trabajo—obviamente—y vivía solo en un departamento enorme y cómodo—obviamente—y seguramente no tendría problema en alojarla algunos días hasta que ella pudiera volver a Argentina. Ella había dudado algunas horas, pero apenas entendió lo difícil que iba a ser volver y lo expuesta que estaba quedándose en la ciudad sin tener un lugar estable, se tragó su orgullo y le escribió. Su respuesta fue lo que ella esperaba: una invitación cordial sin entusiasmo a que fuera a su departamento y ocupara el cuarto de huéspedes. Por si le quedaba alguna duda de que Octavio no estaba precisamente interesado en verla, él había aclarado que no iban a tener que compartir espacios, porque él trabajaba en su estudio todo el día y salía sólo para comer. Quizás eso era para mejor, se habían ignorado por años a la distancia, podían hacerlo bajo el mismo techo.

Ella entró al hall del edificio recién construido que él le había indicado. El guardia de seguridad le preguntó su nombre y le dijo que Mr Torres—¡Ja! Mr Torres, realmente es un señor inglés, pensó ella—le había dejado un juego de llaves para que subiera por su cuenta. Una vez en el segundo piso, cruzó el interminable pasillo alfombrado y encontró el departamento número 12. Cuando cruzó la puerta, lo primero que le llamó la atención fue la vista del Támesis. El río corría con una impunidad que a ella se le presentó extraña en medio de una crisis tan restrictiva. Iba a hacerle bien tener la naturaleza cerca en los días que seguirían. Hizo algunos pasos y encontró una nota sobre la mesa.

"Julia, cuando llegues voy a estar trabajando. Tu cuarto es el primero a la izquierda. Hay comida en la heladera. Octavio."

Julia no se extraño por las pocas palabras. Él siempre había sido una persona muy elocuente con los demás y por demás de escueto con ella. Iban a ser unos días duros, y lo peor es que ella no sabía cuánto iba a durar el aislamiento. Hasta que el fin de la cuarentena nos separe, pensó mientras arrastraba su valija hacia la habitación.

Hasta que el fin nos separeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora