22 de marzo de 2020

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Julia rodó en la cama sin molestarse por mirar la hora. Había dormido toda la mañana y gran parte de la tarde. La noche anterior la había dejado agotada y su último intercambio de palabras con Octavio le había dejado en claro que él no esperaba de ella otra cosa que silencio. Dormir le ofrecía una solución a ambos problemas.

En algún momento durante la madrugada su mente había aterrizado en un lugar que hasta entonces ella había considerado inexistente: el de la desesperanza. Ella estaba acostumbrada a buscar el sol después de la lluvia, el oro al final del arcoíris y Dios sabe cuántas metáforas más, pero en medio de una situación así, su optimismo parecía haberla abandonado. Su sorpresa había sido enorme al descubrir que, contrario a lo que ella había esperado, la completa desolación la había liberado más que el prospecto de un salvoconducto para su pena. No había nada que podía hacer, no había forma de solucionar lo que estaba pasando. Tenía que esperar, pero sin muchas ansias y en el medio, podía habitar un vasto campo vacío de ambición y proyectos. Frente a ella estaba la posibilidad de sólo existir, algo a lo que Julia jamás se había permitido hacer.

Desde su posición horizontal se dedicó a mirar el agua del Támesis y los edificios de ladrillo visto que se encontraban del otro lado del puente, en Chelsea. No podía moverse, la energía la había abandonado, pero también sabía que era imposible volver a dormirse después de ese sueño. Más que un sueño, había sido un recuerdo, uno que ella pensó que no tenía guardado en su memoria. Después de haber tenido que revivirlo, iba a ser difícil salir de su cuarto con la frente en alto y encontrarse con la cara de Octavio. Ahora entendía por qué su cerebro lo había reprimido, era imposible sentirse digno cargando tanta vergüenza. El sueño había sido corto, pero había traído de vuelta la escena completa, y ella no podía dejar de reproducirla. Sólo lo había visto unas pocas veces antes de esa noche, pero la indiferencia de Octavio ya se había manifestado como algo intimidante. Hacía semanas que ellas se encontraban con ese grupo de chicos, pero nunca habían cruzado palabra. Y ella había querido vencer su sentimiento de inferioridad, demostrarse a sí misma—y a ese imbécil—que nadie iba a decirle a ella cuando podía o no hablar.

Ángeles la había mandado a acercarse al grupo de Octavio para pedirles vasos descartables. Julia siempre era la que rompía el hielo, dejando a su amiga a salvo en la torre de marfil que había sabido construir con los años. Nadie podía tocar a Ángeles, nadie era digno de hablarle a ella con naturalidad. Julia era consciente de lo perverso que eso sonaba, pero también entendía que en medio de ese circo de frivolidad, ella ocupaba un lugar privilegiado. Mientras Ángeles estuviera sentada en su trono, Julia podía mirar el mundo desde arriba, aunque fuera cada tanto.

— Hola, perdón que los moleste, — había dicho, acercándose con una sonrisa al grupo de autos estacionados. No tenía idea si todavía se seguía haciendo o no, pero durante su adolescencia, los jóvenes solían juntarse por una calle colectora en Zona Norte. Le decían los serruchos por el zigzag que dibujaban las parcelas para estacionar los autos a 45 grados y suponía una especie de ritual místico de esos que en realidad no tienen nada de especial, pero que sirven como única constancia en la vida de un adolescente que no sabe todavía quién es. — ¿Por casualidad ustedes tendrán vasos descartables? Mi amiga y yo nos dimos cuenta de que no trajimos ninguno.

— ¿Qué están tomando? — había preguntado Marcos, claro que en ese momento Julia no sabía que se llamaba Marcos.

— Fernet.

— Vengan a tomar con nosotros, no tenemos vasos pero podemos hacer populares para compartir.

Dos minutos después, lo que había comenzado como una noche más, se había convertido en algo interesante. Ambos grupos se habían cruzado varias veces pero más que simples comentarios, no habían tenido mucho que compartir. Ahora tenía frente a ella la posibilidad de conocerlos y de entender, sobre todo, qué problema tenía con ella el chico de pelo negro y ojos amarillos que parecía tan decidido a ignorar su presencia.

Habían hablado de cosas que ella, en su casi adultez, no podía recordar. Todas las "previas" de su vida habían sido en realidad iguales, una sucesión de comentarios graciosos que con la frecuencia del encuentro se convertían en chistes internos que nadie más recordaba en un año cuando el vínculo se cortaba. Sólo una cosa aparecía ahora viva en su memoria: la mirada de Octavio. Por un momento pensó que quizás esa noche había terminado siendo la piedra angular de su desprecio hacia ella, pero en realidad, podía recordar a esos ojos amarillos fulminándola desde antes.

— ¿Qué van a estudiar este año? — había preguntado Ángeles, antes de llevarse un cigarrillo a la boca. Ella no fumaba, pero uno de los chicos le había ofrecido y por alguna razón que Julia no había podido comprender, su amiga había aceptado. Cualquier otra persona no fumadora se habría ahogado, quedando en ridículo, pero Ángeles no era una persona cualquiera. El mundo y las casualidades estaban de su lado.

— Abogacía.

— Educación Física.

— Ingeniera Civil.

— Yo Industrial.

— ¿Ustedes?

— Yo arquitectura y ella cocina. ¿Y vos? — preguntó Ángeles, mirando a Octavio.

— Ingeniería en Sistemas.

— Pará, — había dicho Julia, sin detenerse a pensar en lo que estaba haciendo. — Yo te veía cara conocida. ¿Fuiste a anotarte a los cursillos hace una semana? Yo fui a acompañar a un amigo. Facundo Solís, va a estudiar con vos seguramente.

— Hay mucha gente en mi carrera, — dijo y se rio como si hubiese contado un chiste que no la incluía.

— Pero te conozco de algún lado. ¿Estás seguro de que no nos cruzamos?

Él se llevó el cigarrillo a la boca, respiró hondo y soltó el humo antes de contestarle.

— No, la verdad que no estoy seguro. Tenés una cara bastante normal, no sería raro haberme olvidado, ¿no?

Ángeles soltó una risa que a Julia se me hizo ensordecedora y el resto del grupo la siguió. Al ver la escena otra vez frente a sus ojos, ella volvió a retorcerse en la cama. Fue entonces que la Julia que había aprendido a ser con los años, la que estaba harta del destrato ajeno, la que no tenía nada mejor que hacer con su día, salió de la cama y fue casi corriendo hacia la puerta de la habitación de Octavio. Recién después de tocar que se dio cuenta de que tenía puesto el pijama y que quizás podría haber buscado un atuendo más digno para hacer un planteo, pero ya no tenía tiempo de arrepentirse.

— ¿Sí? — gritó él desde adentro.

— Necesito preguntarte algo.

— Pasá.

Julia abrió la puerta y se encontró con Octavio sentado en su silla de escritorio, a escasos metros suyos. Por su bronca—y por las reglas de distanciamiento—ella no dio ni un paso adelante.

— Nada que ver quizás, pero tuve un sueño.

— Ajá.

— Me acordé de la primera vez que hablamos.

Él no pudo disimular su cara de sobresalto a tiempo, lo cual hizo que Julia se sintiera más confiada para seguir.

— ¿Y?

— ¿Quién te pensás que sos? Es patético que creas que tenés derecho a decirle a alguien lo que me dijiste a mí. En fin, quería dejarte en claro que aprecio tu hospitalidad, pero que no me olvidé de eso que pasó. O sea, sí me había olvidado, pero ya no. Te agradezco por dejarme estar acá, pero si pudiera estar en cualquier otro lugar en este momento, lo haría.

Él soltó una risa corta y sacudió la cabeza.

— Julia, lamento mucho que tengas la desgracia de pasar este fin del mundo conmigo. ¿Puedo seguir trabajando?

— Por favor, faltaba más.

Ella cerró la puerta de un golpe seco y volvió a su habitación. Debería haber hecho su descargo después de comer, pensó al escuchar como la panza le temblaba del hambre.

Hasta que el fin nos separeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora