4 de abril de 2020

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Pasó  más de una semana desde la última vez que hicimos contacto y nos enteramos en qué andaban Julia y Octavio. Y quizás sea para mejor, quizás no es necesario saberlo todo. Sé que a Julia no le gustaría que supiéramos que el martes él cocinó para ella, o que el miércoles salieron juntos a hacer ejercicio, o que a ella se le cayó una taza de café en la alfombra blanca de su habitación cuando lo vio cruzar el pasillo para ir a la cocina, teniendo sólo una toalla atada en la cintura. Y no es que ella no confíe en nosotros, sino que le cuesta confiar en ella misma. Sabe que si tiene que articular las sensaciones que últimamente la están atacando, va a tener que hacerse cargo. Y no quiere, claro que no quiere. El mundo da demasiado miedo como para que ella encima tenga que juntar el coraje que necesita para decir que sí, que hay sentimientos adentro suyo que a ella le hubiese convenido no tener.

Hoy, sábado, ella durmió hasta tarde. Cuando entró a la cocina él estaba sentado en la mesa tomando mate.

— Te hice tostadas, pero como sos una marmota ya se pusieron feas — dijo él, señalando una panera.

— No sé por qué estoy tan agotada. No es que esté haciendo mucho.

— Es el estrés, — dijo él con la boca llena. — Tu cuerpo necesita combustible para pasarla mal.

— ¿Pongo a calentar agua?

— No, el termo está lleno. Hablando en serio, ¿estás mejor que ayer?

— Sí. Creo que me hizo bien hablar con mi mamá. ¿Vos qué tal?

— Bien.

— Anoche no saliste de tu cuarto para comer. — Ella quiso que sonara desinteresado, pero la voz la traicionó, y se escapó en sus pocas palabras algo que ella no quería que Octavio supiera: que  lo había extrañado.

— Es que me enganché hablando con una compañera de trabajo y se me fue el hambre.

— ¿El amor en tiempos de cuarentena?

— No, ojalá. Estuve una hora convenciéndola de que el código que había hecho estaba bien. Es una mina insoportable, siempre tiene algo de qué quejarse y literalmente me sacó el apetito.

— Estaba pensando en comprar carne y hacer asado al horno esta noche. ¿Te parece que tu apetito puede volver para eso?

— Habrá que hacer el sacrificio, ¿no? — dijo él y se levantó de la silla. Cuando pasó por al lado de Julia, le sacudió el pelo. Ella reprimió el estruendo que recorrió su cuerpo y se quedó leyendo en la cocina.

·

— ¿Te gusta el romero? Pensaba ponerle pero mi hermano por ejemplo lo detesta — preguntó ella, parada frente a la mesada de la cocina.

— No, metele tranqui. ¿Te parece que esta noche abramos alguno de los vinos que tengo?

— Como vos quieras. Supuse que los estabas guardando para una ocasión especial.

— Las ocasiones especiales se han extinguido hasta nuevo aviso. Es sábado, hay que hacer algo más divertido que simplemente existir.

— Estás muy filosófico últimamente.

— Siempre fui así, vos no me prestabas atención. — Hacía varios días que ambos habían hecho las paces con el pasado que habían en realidad nunca habían compartido. Ya no era un ente que tenían que rodear para no caer en un pozo de enojo. Todavía seguían señalándose porque ninguno quería aceptar ni siquiera una pizca de culpa, pero lo hacían riéndose. Últimamente hacían todo riéndose.

— ¿Yo no te prestaba atención? Caradura. No conocí tipo más cerrado que vos.

— Bueno, tuve que aprender por la fuerza a no abrirme frente a cualquiera.

— ¿Yo soy cualquiera? Me ofendés, — dijo ella, llevándose la mano a la frente.

— Vos siempre fuiste lo que querías ser.

— ¿Y eso qué significa?

— Que si tu existencia fue olvidable, fue porque vos quisiste.

— No voy a entrar en esa. Pasame la sal.

— Sí, mi capitana. Me voy a bañar. ¿Necesitás ayuda?

— No, estoy bien. Apurate así abrimos el vino.

Ella siguió condimentando la carne mientras le daba vueltas a lo que él había dicho. No le parecía una afirmación justa, pero ya estaba harta de pelear. Y si tenía que ser sincera, tampoco quería volver a exponerse, reconocer que si realmente hubiese sido su decisión, ella jamás habría elegido ser una presencia efímera y pasajera para él.

Veinte minutos más tarde, Octavio volvió a aparecer en la cocina con una camisa arremangada. Julia se puso a picar ajo para ignorar el olor de su perfume.

— Tengo este malbec que me recomendaron el trabajo. ¿Te parece bien? — dijo él, sacándose el pelo todavía húmedo de la frente.

— A mí me da todo lo mismo.

— Sí claro, Sally.

— ¿Cómo?

— Sos como Sally Albright. Creés que sos simple y en realidad tenés requisitos muy particulares.

— ¿Ah sí? ¿Cuáles?

— Te gustan las tostadas que están al borde de quemarse, por eso cuando la tostadora las hace saltar vos las volvés a poner por un minuto más. ¿Qué más? Ah, sí, la Coca Cola tiene que tener dos cubitos de hielo, si no hay hielo ni siquiera te servís un vaso. Y por supuesto, primero comés la verdura y después la carne.

— Eso es porque la verdura tarda menos tiempo en procesarse en el estómago que la carne entonces si comés todo junto, se te termina pudriendo adentro del cuerpo.

— Qué imagen tan pacífica.

— Es la verdad.

— El punto es que sos bastante metódica en cómo hacés las cosas. Nada te da lo mismo.

— En realidad, muchas cosas me dan lo mismo. Cuando algo me interesa de una cierta manera, voy a encargarme de conseguirlo así. Ahora, si no tengo una opinión formada, prefiero no tomar ninguna decisión.

— Tomá, — dijo él, alcanzándole una copa. — ¿De qué cosa estuviste más segura en toda tu vida?

— De que quería estar con Facundo. Lo supe desde que lo conocí.

— ¿Cuánto tiempo fueron amigos ustedes antes de ponerse de novios?

— Años, muchos. Nos conocimos a los quince, pero recién empezamos a salir cuando empezamos la facultad.

— Me acuerdo.

— Empezamos casi al mismo tiempo que vos y Ángeles.

— Creo que ustedes empezaron unos meses antes.

— Está bueno, eh, — dijo Julia, mirando la copa.

— Concuerdo. ¿Vamos al balcón?

El sol que hacía unos días había comenzado a aparecer tímidamente todavía seguía estando en el cielo. Ninguno de los dos mencionó nada sobre el clima. Ella eligió evitar que se le escape una confesión camuflada. Mientras tomaban vaso tras vaso de vino, siguieron discutiendo sobre todo y nada al mismo tiempo. Cuando ella se levantó tambaleando a sacar la carne del horno, él la ayudó a que no se tropezara dándole la mano. Cenaron en el living mientras escuchaban música que ella no conocía y que él insistía en cantar con una voz para nada melodiosa. Se rieron mucho y tomaron más. Cuando se hicieron las diez de la noche, ya iban por la tercera botella. Ella sentía cómo la piel le hacía cosquillas.

Octavio se levantó para atender una llamada de su mamá,ella se recostó en el sillón y cerró los ojos. La voz de él a lo lejos sirviócomo una canción de cuna y unos minutos más tarde, ella ya estaba dormida. Cuandose despertó en medio de la noche tapada con una frazada que no supo de dóndehabía salido, Julia se sintió sola y triste. No estaba segura si el fantasma deuna mano acariciándole la cabeza por un breve segundo era un recuerdo o unsueño del que hubiese preferido no despertarse.

Hasta que el fin nos separeWhere stories live. Discover now