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La ley del desorden

Hay una ley universal que dictamina que al igual que todo lo que sube, baja, lo que empieza, también termina. Cuando Luisita se bajó de aquel tren y vio Madrid extenderse ante sus ojos, supo que había dejado atrás, para siempre, muchas cosas. Sin embargo, se apelotonaron en su mente tan de golpe que sintió reparo al recordar.

Vio a su hermana María en la lejanía. La mayor miraba a todos lados, buscando a su hermana pequeña entre la multitud. La vorágine de gente le permitió a la rubia tomarse unos segundos ante de que la morena la encontrase, y casi, con nostalgia, la miró con una sonrisa ladina. María había cambiado mucho. No era algo que no supiese, pues al fin y al cabo habían hablado todos los días durante aquellos tres años, pero no pudo evitar fijarse. Su hermana mayor era aún más mayor, llevaba tacones y una vestimenta sofisticada. Su pelo caía en ondas sobre sus hombros y sus labios se cernían alrededor de la boquilla de un cigarrillo que había sacado de una cajetilla dorada.

— ¿Dónde te has dejao' el hábito? —bromeó la rubia para llamar su atención.

— ¡Ay!, ¡Luisi!

María no respondió. Se lanzó a los brazos de su hermana y la estrujó hasta que la rubia empezó a perder el aire.

La estación se despejó, y el tren volvió a ponerse en marcha.

— No sabes lo nerviosos que están papá y mamá. Parece que viene de visita el papa, te lo prometo—rio la morena.

— Bueno, de visita no, que vengo para quedarme, María— La corrigió la rubia.

No había vuelto mucho por Madrid en aquellos tres años. Alguna navidad y algún fin de semana suelto, pero no había sido gran cosa. Y no era por falta de ganas, más bien, de dinero. Alguna que otra vez había sido Marcelino el que le había enviado los billetes, pero los ahorros tampoco daban para más, especialmente porque del bar comían varias bocas y la universidad no era especialmente barata. El poco dinero que ganaba la rubia, por su parte, trabajando en un bar de malamuerte, iba dedicado a comida y vivienda.

— ¿Les has dicho ya algo sobre lo de...? —inquirió la morena. Luisita torció el gesto y negó.

— Quiero esperar, no quiero chafarles la fiesta así tan de golpe, María.

La mayor asintió. Conociendo a sus padres, iba a ser una situación complicada. No porque no apoyasen ese tipo de movimientos e instituciones, sino porque Marcelino y Manolita tendían a envolver a sus hijos en una diminuta burbuja de protección que, a veces, resultaba un poco asfixiante.

— Ya...—murmuró la morena. En el aparcamiento estaba el coche rojo de María, reluciente. Era relativamente nuevo, y olía como tal en su interior. Su hermana se lo había comprado tras varios trabajos como actriz. Decía que, a sus veintisiete años, era hora de dejar de depender de sus padres para todo. Por eso, se había alquilado un piso en Malasaña y comprado un coche. A veces la envidiaba. Las cosas le iban bien. Siempre le habían ido bien. Ahora trabajaba en una serie, de esas que ponen a las cuatro después de comer, pero que tienen éxito entre las familias de clase media durante la sobremesa.

— Bueno, Luisi, tengo que contarte lo que ha hecho Ignacio—empezó la morena mientras se abrochaba el cinturón—. De verdad, es que yo pensaba que estaba cambiando, ¿Sabes?, pero no, sigue siendo el mismo mujeriego de siempre—gruñó.

Luisita reprimió una sonrisa mientras se abrochaba el cinturón. Ignacio y María se conocían desde niños y aún no habían enterrado el hacha de guerra. Sin embargo, la rubia sabía que su hermana estaba colada por los huesos del malagueño, y que, probablemente, fuese recíproco.

la ley del desorden | luimeliaWhere stories live. Discover now