Prólogo

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2 años atrás

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2 años atrás

La figura de un hombre de mediana edad se presentó en la puerta de la mansión Rimes una noche de otoño. Su aspecto era desaliñado: llevaba varios días sin afeitar, la camisa estaba mal puesta dentro del pantalón, pues colgaba un trozo de aquella tela por fuera de la prenda, y el nudo de la corbata parecía que lo había hecho un niño pequeño.

Fue un joven de cabello rojizo quien abrió la puerta de la entrada aquella noche. Aquel día estaba siendo una basura y quería ver la cara de la persona que se había atrevido a molestar a aquellas altas horas de la noche.

Al encontrarse a aquel sujeto parado frente a él, mantuvo el silencio, esperando que fuera éste quien hablara primero. Su mirada era gélida y cortante, provocando que aquel hombre comenzara a temblar sin ser consciente de ello.

—¿Qué quieres? —Inquirió tras haber aguardado suficiente tiempo como para continuar esperando cualquier tipo de manifestación por parte de él. Su tono de voz manifestaba su enojo, pues era afilado y severo

—Y-yo... —titubeó aquel señor, que cada vez parecía estar más nervioso—. Yo... E-e-estoy b-buscando...

El estruendo provocado por el fuerte impacto en el marco de la puerta, a causa de un puñetazo del joven, le hizo dar un brinco del susto.

—¿Pretendes desquiciarme? —cuestionó dando un paso hacia adelante y escupiendo sus palabras con menosprecio—. ¿Eres un puto tartamudo? Habla de una puta vez.

—Estoy buscando al Sr. Harold Rimes. —Esta vez dejó escapar aquella frase como si estuviera vomitando las palabras.

El muchacho enarcó una ceja y levantó medio labio superior en una mueca que proyectaba desdén.

—No está. —Se limitó a contestar, pero la presencia de un hombre con aquel aspecto presentándose de noche en la puerta de su casa era una novedad, así que decidió preguntar—. ¿Qué se te ofrece?

El hombre agachó la cabeza en señal de sumisión.

—Necesito hablar con el Sr. Rimes —repitió sin levantar la cabeza.

—Ya te he oído, viejo —se quejó dando otro paso hacia él—. Soy su hijo y quiero saber por qué has aparecido por aquí buscando a mi padre.

El hombre no dejaba de temblar.

—He venido a recuperar mi empleo —reveló al fin, sin mirar a los ojos al muchacho.

Bruce levantó las cejas generando una expresión de incredulidad. Aquel hombre de aspecto zarrapastroso se había presentado allí solo para pedir trabajo.

—Eso no será posible. —Se limitó a decir Bruce con indiferencia y agarrando el pomo de la puerta para cerrarla.

—¡Por favor! ¡Por favor, ayúdame! —Detuvo el movimiento de la entrada con los brazos—. Por favor... Tengo bocas que alimentar...

La mirada del pelirrojo juzgaba a aquel tipo con crueldad.

—¿Te parece considerado venir a molestar al hijo de tu jefe?

—Por favor, se lo suplico...

El muchacho no mostraba ninguna expresión en su conjunto facial, únicamente sus ojos reflejaban desprecio por aquella persona.

—Arrodíllate —el hombre clavó la mirada en él ante aquella orden—. Arrodíllate y me lo pienso —continuó levantando las cejas.

En menos de un segundo ya se encontraba en el suelo, frente a aquel joven de tan solo quince años. Suplicándole piedad por su futuro laboral a un mero adolescente.

—Bésame los zapatos. —Volvió a solicitar con mofa, levantando apenas unos centímetros su pie del suelo, dirigiéndole hacia el hombre.

El sujeto se acercó de rodillas y posó con torpeza sus labios en el zapato de Rimes, generando en él una sonrisa torcida que revelaba pura maldad. Mientras el individuo realizaba dicho gesto, el pelirrojo en un movimiento fugaz descargó una patada con la punta del zapato en la boca de él, provocando que el hombre retrocediera hacia atrás, asustado por la malicia de aquel adolescente.

—Le estás suplicando a un estudiante de instituto tu readmisión en una empresa... ¿Te das cuenta de lo ridículo que suena? —Se jactaba sin borrar aquella sonrisa cruel—. Lo lamento por esas bocas que están bajo la responsabilidad de una persona tan patética —prosiguió con sorna—, lo mejor que podrías hacer por ellos es desaparecer. Espero no volverte a ver por aquí —Tras emitir aquellas despiadadas palabras cerró la puerta de un golpe, dejando a aquel hombre con un rostro que reflejaba terror e incredulidad a partes iguales.

No sentía haber hecho nada malo. La culpa era de aquel desvergonzado que se presentaba en casas ajenas a suplicarle trabajo a un menor de edad. Así aprendería. De todas formas, ¿qué podría haber hecho él? Su padre nunca estaba en casa y no tenían una buena relación. Seguramente si se atreviera a decirle a algo así, lo azotaría con el cinturón como ya había hecho en varias ocasiones.

Pero aquello tuvo consecuencias, como todo en esta vida. Las cuales desconocía por completo.

La risa del ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora