14: Aplazando lo inevitable

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Estaba haciendo frío, lloviendo. 

El olor a chocolate caliente y pan dulce impregnaba la pequeña y azulada casa, respiré hondo llenando mis pulmones de calidez mientras me acurrucaba en el sofá, mis manos juntándose en la taza en mis manos. A unos cuantos metros estaba sonando la radio en una estación de música tradicional mexicana, Doña Rosa a mi lado canturreaba suavemente las letras de tales canciones icónicas. La casa había quedado silenciosa desde que María y Tomás fueron a una cita romántica a las afueras del pueblo, en algún restaurante en medio de la carretera que era muy popular por estos rumbos, o eso me dijo la misma María cuando quedamos hablando en su habitación a la vez que ella se maquillaba. Juliana y Andrea, por otro lado, se habían ido hacía rato a pesar de la insistencia de quedarse por parte de la señora de la casa. 

Dando un sorbo a mi chocolate caliente, logré escuchar el susurro de las lluvia pegar con las ventanas de la sala y el inquietante susurro del viento cada vez más fuerte. La existencia de la noche era notoria, pues desde donde estaba podía ver como la oscuridad había apagado los colores con su manta nocturna y cómo lo único que iluminaba la casa eran las suaves luces de las lámparas de la sala. Por mi parte, y como era de esperarse, había estado pensando en mí y en otras cosas. El celular en mi bolsillo vibró, dejé a un lado la taza y eché un vistazo al mensaje que me habían enviado, leyendo el nombre del remitente no fue el frío que me hizo dar un escalofrío, sino mi madre. Había estado más insistente estos días que los anteriores meses, o años, dependiendo de cómo uno lo viera. No estaba listo para hablar con ella, no estaba seguro si algún día lo estaría. Lo curioso del miedo es que siempre es más fácil ignorar lo que temes porque quizá así nunca tendrás que enfrentarlo, por más que sepas interiormente que aquello es mentira y que lo único que estás haciendo en realidad es posponer lo que está destinado a pasar, tarde o temprano. Recordaba que nuestra última conversación terminó mal, demasiado. Con ella llorando y yo sintiéndome miserable. Guardé de nuevo mi celular y seguí tomando de mi chocolate caliente, mi mente un poco perdida en enredos que ahora veía tan lejanos. 

Porque seguía amando a Tomás, pero no como antes. Antes dolía, ahora no tanto. Había llegado a esa y más conclusiones estos últimos días. Tanto por mi cuenta como por la ayuda directa e indirecta de las personas a mi alrededor. Y tal vez, me dije a la vez que le daba un sorbo a mi taza, cuando esté listo lo suficiente y esté en un mejor lugar, le diga a Tomás lo mío. Mis sentimientos guardados con broche de oro por años. Alejé la taza de mis labios y la acomodé en la mesa.

—¿Sabe usted cuándo Gabriel llegará a casa? —mi pregunta hizo a Doña Rosa parar de tejer, su rostro quedó pensativo por unos cuantos segundos. 

—Ya debería haber salido —murmuró, dejando de lado lo que traía en sus manos y mirando distraídamente hacia la ventana—, y como siempre no se llevó el auto. Ya decía yo que iba a llover y él diciendo que no. 

—Yo podría recogerlo, como la otra vez —y me miró con esos ojos dulces, cálidos. Me sonrió, tomando mi mano derecha y apretándola con fuerza, murmurando un agradecimiento suave entre tanta música y lluvia. 

Levantándome del sillón con toda la pereza del mundo y llevando mi taza a la cocina para lavarla, fui rápido por mi celular para enviarle un mensaje a Gabriel sobre que lo estaría recogiendo. Esperé y al recibir respuesta, busqué las llaves del auto y salí de la casa con Doña Rosa deseándome suerte con un beso en la mejilla y unas galletas para el camino, a lo que no tuve corazón para negarme. Encendiendo el auto y encaminándome en dirección hacia la veterinaria, decidí, después de tiempo, abrir una de las ventanas cuando la lluvia se relajó y extender mi mano. La lluvia suave era como besos tímidos contra mi piel. Fuera, el aire estaba helado. Metí mi mano dentro y cerré la ventana cuando estaba cerca de la plaza, había uno que otro puesto vagabundo, pero aparte de esos, todo quedó tan vacío, como si el mundo se hubiera ido a refugiar de la suave tormenta. Quedando distraído con la canción de la lluvia ahora más tranquila y el cielo gris, me encontré llegando a mi destino y, como la primera vez, ahí estaba él. 

Cenizas de un hombre muertoWhere stories live. Discover now