15: Otra noche, otras inquietudes

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—Eh, ¿interrumpo algo?

Abrí y cerré la boca. Él, con su repentina timidez, asomándose por la puerta, cuando de pronto me encontré a mí mismo compartiendo esa misma emoción. Era tonto en realidad, el sentir como si hubiera estado haciendo algo malo cuando era más que claro que no fue así. Seguía yo en su cama, sentado y con los ojos puestos en el suelo.

—No exactamente —comencé a decir, apretando con fuerza el celular en mis manos y lo pegué a mi cuerpo, como si fuese un escudo separándome de él, como si de esa forma él nunca se enterara de lo que les había confesado a las chicas unos minutos atrás—, recién terminé una llamada.

—¿Quieres que te deje o...?

—No, no. Es tu habitación y yo soy el que está invadiendo —subí la mirada y ahí estaba Gabriel y su ridículamente lindo cabello, parado en el marco de la puerta abierta y sosteniendo con una mano el picaporte, su postura dando a entender que no entraría sin mi aprobación, hice un movimiento rápido con mi mano para que pasara. Se relajó, hablando sobre que solo agarrará su ropa para ir a bañar, fue hasta su clóset y rebuscó un rato en él y sacó ropa. Me levanté a guardar mi celular en la maleta que estaba en una esquina. Gabriel habló por mi espalda.

—Por cierto, María me llamó hace rato diciendo que hubo problemas con el carro —antes de que pudiera reaccionar a sus palabras, siguió hablando—. Avisó también, que se quedarán esta noche por allá siendo que hay mal clima, que no los esperemos para cenar o dormir.

—Pero están bien, ¿no es así? —pregunté, mirándolo con atención. La distancia que nos separaba era aceptable hasta que dejó en la cama su ropa y decidió acercarse.

—Sí, nada grave —metió una mano a su bolsillo del pantalón y sacó su celular, hizo algo el aparato y me lo mostró—. Aquí están ellos, mira.

Me sentí mal por reír ante su desgracia. En la fotografía se veía a ambos prometidos dentro del auto, María sonriendo a pesar de la situación con sus rizos empapados pegándose a su rostro y a su lado Tomás se notaba más mojado de los dos, una mueca en su rostro que parecía querer pasar como una sonrisa, pero que no le salía del todo. Gabriel alejó el celular e hizo otras tantas cosas en ello, luego me mostró otra imagen y esta vez aparecía María besando la mejilla de un Tomás sonrojado.

—Parece que se la están pasando bien —logré decir, alegrándome silenciosamente de que ya no sentía tanta envidia. Era un avance, pensé.

—Más que bien. Y que me cuenta mi hermana que una amiga de ella fue a ayudarles, no sé si recuerdas que la chica vino una vez a traer unas cajas por acá el otro día —me miró con ojos atentos, asegurándose de que yo entendiera de a quién estaba refiriéndose, al asentir él siguió hablando—. Bien, ella que sabe de mecánica dijo que el problema no es tan serio, que es mejor ir hasta su taller y darle un mejor ojo. Creo que se quedarán hasta que baje la lluvia, lo malo es que conociendo estas temporadas la lluvia no quedará tranquila hasta la madrugada, y eso es con suerte.

—¿Ya le contaste a Doña Rosa?

—Ah sí, a mamá casi le da un ataque por el susto, anda mejor ahora.

Asentí pensativo, mi mente imaginándose la reacción que pudo haber tenido Doña Rosa al enterarse de tal noticia. Estaba perdido en mi mente cuando la timidez apareció en mi sistema de repente, y tan solo pude alejarme rápidamente de él. El hombre pareció entender mi reacción y se levantó de la cama murmurando una despedida. Así y todo, antes de cruzar la puerta con la ropa en sus manos, Gabriel volteó a mirarme unos momentos, y me sonrió.

—Felicidades por salir del clóset, por cierto, estoy orgulloso de ti —con eso, se fue.

Perplejo regresé con Doña Rosa en el sofá, la música más callada conforme el tiempo pasaba gracias a la lluvia de afuera. Le sugerí subirle el volumen, pero ella se negaba, argumentando en que le gustaba tal cual estaba. Me aburrí al poco rato, la mujer a mi lado notó mi humor y me comenzó a hacer plática. Luego Gabriel bajó las escaleras y fue a la cocina, regresó con dos tazas de té de menta y miel. Yo acepté agradecido, Doña Rosa insistió que no quería nada por ahora. Él se acomodó en el otro sillón, tomando el té que originalmente le pertenecía a su madre mientras nos contaba un poco de su trabajo, específicamente de la razón tan importante porque lo llamaron en su día libre. Algo relacionado con una perrita preñada que fue abandonada, y que me dejó con un mal sabor de boca, aunque el moreno aseguraba que todo había salido bien. Terminando su anécdota, se levantó para dejar su taza junto a los platos sucios, yo lo seguí. Gabriel me quitó la taza antes de lavarla, ignorando como yo decía que podía hacerlo y que no tenía problema en ayudar.

Cenizas de un hombre muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora