20: El porvenir y demás inciertos

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Era el esplendor de agosto, rayos de sol se colaban a través de las grietas al cielo que dejaban las hojas de los árboles perennes. El viento frío, pero suave, y el canto de los pájaros, callado pero presente, acompañaban el medio día de los habitantes del bosque de forma acogedora y hogareña.

Si bien estaba viviendo una experiencia simple, el caminar con cotidianidad entre la fauna y flora me dejó cansado al poco rato, la falta de costumbre hizo que mi respiración se entrecortara y mi cara se volviera rojiza. Los mosquitos molestos no ayudaban a apaciguar el cansancio. Nos encontrábamos los cuatro subiendo una colina de modesto tamaño, residuos de lodo aferrándose a mis zapatos mientras oía a Tomás hablar con bastante emoción sobre cualquier planta que se encontrara por el sendero fangoso. Se notaba que le estaba gustando la experiencia del bosque, y eso fue suficiente para darme ánimos a mí mismo y continuar subiendo la colina intentando no parar cada cinco segundos para tomar un respiro.

Por supuesto, mi falta de aire y mi pobre resistencia a la actividad física no pasaron desapercibidas ante los ojos de mis acompañantes, especialmente para Gabriel, quien parecía adecuarse a mi ritmo tomándose el tiempo de esperar a que recobrara mis energías para seguir. En algún punto, decidimos parar y tomar un pequeño snack, cosa que me alivió más de lo que deseaba admitir hasta el día de hoy.

—Qué naturaleza tan hermosa —dijo Tomás, dando un largo y profundo respiro. Dejó en el suelo su mochila llena de cosas que necesitábamos, se sentó en una roca grande—, si tan solo existiera esto en la ciudad.

—Existen los parques por donde vives Tomás, creo que hasta un jardín botánico, ¿no? —Joaquín comentó tallándose su barba rojiza a la par que pensaba, parecía ser indiferente a la idea de sentarse en una de las otras rocas de gran tamaño que había. Yo, por supuesto, no estaba dispuesto a estar un momento más parado en estas condiciones y con muy poca gracia me desplomé en el asiento improvisado. Gabriel, por otra parte, un tanto ajeno a la conversación se mantenía sereno y relajado, sin muchas ganas de descansar y sin ninguna muestra de cansancio al parecer.

—La experiencia es diferente —comentó mi amigo, rebuscando en su mochila un pedazo de carne seca que había traído nomás porque sí, le dio una mordida y dijo, masticando—: esto es mejor porque no estamos en una ciudad. Si fuera por mí, me mudaría al medio de un bosque, en una cabaña, viviendo por el resto de mis días haciendo muchas tartas de manzana.

Observé como Gabriel hacía cara falsa de vómito, infantilmente. Y, por razones que solo ellos entendían, los dos comenzaron una tonta discusión sobre... algo. Por mi parte estaba demasiado agotado para prestarles atención, pero era algo sin sentido, de seguro. Joaquín se distrajo viendo un nido de pájaros usando sus binoculares que, muy alegremente y con orgullo, anunció que eran para admirar a las aves. El entretenimiento nadie se lo quitaba, al parecer. En su estupidez, Tomás insistió en que diera mi opinión sobre lo que sea que estaban discutiendo, y como ocasionalmente me gusta ver caos, fui en su contra.

—Estoy de acuerdo con Gabriel.

Después de una sesión que tardó media hora hablando de "traiciones" y "guerras" —palabras de Tomás no mías—, continuamos subiendo hasta la cima, donde nos quedamos a admirar lo poco que habíamos avanzado con un poco de vergüenza. Continuamos nuestra búsqueda de un lugar para acampar, y en eso de poco más de cuarenta minutos más tarde, nos establecimos en un espacio abierto lo suficientemente adecuado como para acampar y mirar las estrellas desde donde estábamos. Apenas armamos las carpas, Joaquín nos mandó a Gabriel y a mí a recoger ramas para la fogata, en todo ese tiempo Gabriel no dudó en contarme sobre los libros que había estado leyendo, al igual que algunos datos interesantes sobre cualquier cosa que se le ocurriera, era tan maravilloso cuánto conocimiento albergaba esa cabecilla despeinada suya.

Cenizas de un hombre muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora