16: Inmerso en las memorias

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Acostumbro a comparar los recuerdos a los capítulos de un libro, casi olvidados en el millar de páginas. A dejarlos en un estante para que acumulen polvo y poder recogerlos si necesito aprender algo, para obtener una perspectiva que me ayude a crear mi propia historia. Me gusta poder usarlos para volver a ver situaciones a través del lente de sus necesidades en lugar de las mías, y así elegir qué escribir en esas páginas en blanco; pero esa noche mis páginas estaban arrugadas, esa noche los recuerdos querían colapsarme mientras dormía.

El cabello de mamá fue un elemento básico en mi infancia, adornado con tintes chillones que desde lejos se veía que no eran naturales. Los aromas químicos de su cabello inundan mi cerebro, la veo con esa mirada aletargada en el espejo de su habitación, con los brazos acomodando sus mechones rebeldes, su presencia a solo unos pasos de distancia del niño que era yo en mis memorias.

—Valentino cariño, pásame el cepillo para peinar —habló. En ese entonces tenía una voz profunda, una que le daba un aire de sólida confianza y que era muy agradable para los oídos, al menos antes de que los vicios la cambiaran de forma drástica.

Hice lo que me pidió, dejé mis juguetes en el suelo y fui al baño donde encontré el cepillo, volví a estar con ella, una pequeña sonrisa en mis labios porque estaba muy feliz de que ella estuviera haciendo algo más que verse al espejo o trabajar. Se dio la vuelta por unos momentos, ojos grises clavados en mi yo de diez años, la manera en que sonreía era apretada y dudosa mientras aceptaba el utensilio, regresó a mirarse al espejo, esta vez con una pregunta pendiente que vocalizó después de un momento.

—Ese amigo tuyo, Tomás, lo quieres, ¿verdad?

Ella siempre fue así, bailando alrededor de lo que quería decir o preguntar, quizás temiendo una respuesta para la que no estaba preparada, todavía actúa así hoy en día: miradas tímidas sin ser más largas de lo necesario. Arregló sus cabellos dorados y largos a un lado, mismos que hacían de único toque de color en la habitación blanca y vieja. Yo era solo un niño tímido que no podía comprender lo que ella estaba preguntando, claro que me gustaba Tomás, era mi amigo. El chico que me hablaba en la iglesia, el que jugaba conmigo cuando no tenía otros amigos. Salvaje y divertido, dulce y cariñoso, y paciente, sobre todo paciente. En ese tiempo vivíamos en un apartamento diminuto que olía a personas viejas, suciedad y cigarro, mi madre lo había rentado con lo poco que ganaba siendo mesera en un bar. Era lo suficiente como para tener lo básico para vivir, pero nada más que eso.

—Ajá, me gusta mucho. Él es mi mejor amigo del mundo mundial —había hecho un exagerado movimiento con mis manos para mostrar qué tanto el mundo mundial, al menos en mi humilde punto de vista.

Su silencio fue violento, los ojos de mi madre no veían la forma en que sonreía mientras hablaba y seguía contando sobre las tontas aventuras que hacíamos en nuestro tiempo libre. Sólo eran inocencias de un niño que aún no había perdido su juventud, mientras ella me escuchaba, a la vez que hacía un pequeño movimiento en su mano indicándome que me sentara en su regazo, el cepillo se sentía extraño en mi cabello, pero me sentía bien, me sentía cuidado.

Luego otro recuerdo me golpeó.

Fue algunos años después, siendo un adolescente estúpido que se sentía como si estuviera creciendo más rápido de lo que le convenía. De nuevo mi madre y yo, sentados en su porche a la vez que nos ubicábamos en silencio, el ruido amortiguado de la radio y el calor del sol de verano que no nos tocaba bajo el tejado. Habíamos terminado una discusión tensa sobre sus vicios y las lágrimas secas en mis mejillas se sentían extrañas sobre la piel.

—Lamento no poder ser la madre que mereces, Valentino —ella dijo, su frágil voz solo un susurro—. Estoy tratando de dejarlo todo, lo juro... es que-

Cenizas de un hombre muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora