O3: Aquello que susurra

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—¿Te parece ir a algún lugar al aire libre? —habló Gabriel, que se encontraba junto a mí, mientras mantenía las manos en el volante—. Podemos ir al parque o a una plaza, ¿qué dices?

—Lo que sea está bien —dije un poco incómodo, observando cómo me miraba ocasionalmente de manera poco disimulada sin borrar su sonrisa, que más que nada, parecía una mueca permanente en su cara.

No dije nada, claro, pues preferí ignorar aquello que me hacía sentir cosas que no debería estar sintiendo. Ignoré la forma en que achinaba los ojos y arrugaba la nariz cada que necesitaba ver de lejos. Ignoré también su rara manía de morderse los labios que, me imagino, hace cuando piensa profundamente en algo. Ignoré eso y más, pues de alguna u otra forma me hacía recordar lo que siento inevitablemente cada que veo a Tomás. Y luego pienso que es injusto, porque en otra vida me hubiera gustado haber nacido mujer para sentirme menos como un pecador y más como alguien con el maldito derecho de no estar roto.

—Hay un parque a unos quince minutos de aquí, por si te interesa —comentó él.

—Me parece bien —dije, pero después mi vista viajó al cielo—, pero parece ser que lloverá.

—Tal vez lo haga —sonrió, esta vez sí parecía una sonrisa—, y eso lo hará más divertido, ¿no crees?

—Vamos a mojarnos, Gabriel —me llego a quejar, primera vez que digo su nombre y ya me sentí raro de nuevo. Él me ignoró y siguió manejando, yo suspiré negando con la cabeza mientras me hundía en el asiento del copiloto y jugaba con mis dedos un rato. Minutos pasaron sin que me diera cuenta y llegamos a lo que pude suponer era la entrada del parque.

Se estacionó en un lugar vacío y luego nos dispusimos a bajarnos del auto mientras que él hablaba animadamente y yo solo asentía a todo lo que decía. Caminamos un poco antes de establecernos en una de esas bancas de metal que estaban esparcidas por ahí. El sol seguía estando escondido entre las nubes grisáceas, pero no le préstamos mucha atención y seguimos con lo nuestro, más Gabriel que yo siendo honestos, ya que él manejaba más la plática de los dos. No pasó mucho tiempo hasta que mi vista se encontró con un hombre vendiendo helados en uno de esos pequeños puestos con ruedas tan típicos de lugares como aquel.

—¿Quieres un helado? —preguntó Gabriel. Yo regresé mi mirada ilusionada encontrándome con la suya y asentí rápidamente.

—Sí —respondí atropelladamente, él soltó una carcajada.

—¿De qué lo quieres?

—¡Vainilla! —era el mejor sabor del mundo, obvio.

Gabriel no dijo nada, se levantó y fue hasta donde se encontraba ese señor —que eran pocos metros, a decir verdad— y pidió mi helado. Tiempo después regresó hasta donde estábamos y me lo entregó con una sonrisa gigante.

—¡Aquí está! Te lo pedí en cono, espero no te moleste.

—Está perfecto, gracias —dije mientras tomaba el helado con mis manos pálidas, ignorando como nuestras manos se rozaban, para después darle un mordisco. Una de mis debilidades era la vainilla, y es que, ¿cómo no amar ese sabor? Es simplemente perfecto; no es demasiado dulce, está en su punto ideal, y combina con absolutamente t-o-d-o.

—Te gusta mucho, ¿no? —dijo y yo paré de comer, pero Gabriel siguió hablando—. El helado de vainilla, se nota que te gusta demasiado.

Él estaba sentado cerca, demasiado cerca para mi gusto. No lo miraba, pero sabía que sus ojos estaban puestos en mí y entonces cuando nuestras rodillas se rozaron dejé de respirar por un momento que sentí más que eterno. Mi mente regresó a Tomás y solté el aire acumulado en mis pulmones.

Cenizas de un hombre muertoTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon