CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO

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Frank siguió la silueta de Patricio Olmedo hacia el interior de la casa, sin quitarle la vista de encima. Intentaba unir su imagen actual con el joven que recordaba, primero como estudiante de Markham y luego como hombre recluido en una destartalada casa de Carrera, pero no lo conseguía del todo. En medio de la penumbra grisácea del lugar, el hombre parecía una mancha oscura y alargada, que se movía lenta y silenciosamente, como si se deslizara. 

Alrededor de ambos, nada se movía y un silencio pesado lo envolvía todo. Aunque en esencia todo estaba limpio, al menos a primera vista, la casa tenía una especie de imperturbabilidad que a Frank le hizo pensar, sin que lo pudiera evitar, en un mausoleo. Lujoso, prístino, pero muerto. 

Frente a él escuchó que se abría una puerta. Patricio lo esperaba en el umbral de lo que parecía ser la entrada a una biblioteca o una sala. Encorvado y ceñudo, el hombre lo estudiaba con una mirada casi hostil. Frank se esforzó por decir algo, ya que no podía soportar más el silencio. 

—¿Estás solo? —Patricio asintió—. Creí que...

—Salieron. Nunca pierden la oportunidad de irse de aquí, aunque sea un rato. —Con un movimiento algo entrecortado de su brazo, lo invitó a pasar—. Nadie nos va a molestar.

Frank respiró hondo, indeciso. Patricio siempre lo había intimidado, pero hasta ese día, nunca había sentido real temor en su presencia. Quizás era por la forma ávida en que lo miraba, como si fuera el mismo Patricio quién buscara algo con la visita y no al revés. Pasados unos segundos, tragó saliva y entró en la sala, que efectivamente era una biblioteca. 

Al principio no pudo hacer otra cosa que mirar a su alrededor, maravillado. Había estado en las casas de algunos ricos antes, en su mayoría políticos o gente pudiente de Lafken o las ciudades vecinas. Esa gente solía tener bibliotecas privadas de tamaño considerable, pero bastaba un vistazo para notar que los únicos que tocaban de vez en cuando los tomos eran los empleados para limpiarlos o, quizás, leerlos en secreto. La biblioteca de Patricio Olmedo era un desorden absoluto, con las baldas llenas de volúmenes puestos de manera vertical, horizontal, diagonal, apilados unos sobre todos, incluso puestos de manera que en vez del lomo quedara a la vista el canto de las páginas.  Eso sin contar los que repletaban una importante porción del suelo o los que formaban torres encima del escritorio y de un par de sillones. Recordó a Gabriela, a solo unos metros de allí. Si entrara allí, no podría sacarla nunca más. 

—Es lo bueno de que te consideren un inútil para la sociedad: tienes mucho tiempo para leer —dijo Patricio a su espalda. De la boca de Frank se borró la sonrisa que no sabía estaba haciendo, al tiempo que se giraba hacia su anfitrión—. ¿Sigues siendo un buen lector?

—Sí. 

Patricio asintió, escondiendo las manos en los bolsillos y dando unos pasos por el lugar. 

—No dejo que ellos entren aquí... Soy yo el que limpia —al ver que Frank torcía el gesto, sonrió con cierta malicia—, a veces. Pero no los dejo entrar. Este es mi lugar, solo mío. —Sus ojos brillaban cuando su interlocutor lo miró—. Si llegan y nos escuchan hablar, pensaré que estoy leyendo en voz alta y que simulo ser distintos personajes. Siempre lo hago. 

—Yo también —susurró Frank—. Así fue cómo le enseñé a leer a mi sobrina. Ahora ella hace lo mismo. 

—¿Cuántos años tiene?

—Doce... Y ya leyó El guardián entre el centeno. Pero me dijo que le había cambiado más la vida Moby Dick. 

Patricio dejó escapar una leve carcajada entre los dientes, a la que siguió otra y luego una más. Frank quiso secundarlo, pero el sonido pronto adquirió una tonalidad cascada, demasiado estridente. El hombre frente a él pareció notar su contrariedad, por lo que cortó las risas de golpe. Se encogió de hombros, encorvándose aún más. 

Cadáver sin nombre (Saga de los Seres Abisales II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora