CAPÍTULO SETENTA

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Una de las mucamas, que en ese limpiaba el comedor antes de que sus patrones bajaran a desayunar, fue la encargada de abrir la puerta. Esa tarea habitualmente la llevaba a cabo alguien de mayor rango, como el chófer del señor Mackena, pero la persona tras la puerta llamaba con tanta fuerza e insistencia que ella corrió al recibidor, nerviosa. Se llamaba Clara y tenía diecisiete años. No le gustaba mucho trabajo, pero no tenía más remedio que seguir allí. Además, trabajar para gente tan importante como los Mackena Tagle era lo que alguien de su clase social consideraba un honor; o debía considerar un honor. 

Esa mañana, mientras caminaba hacia la entrada, se preguntó quién podría golpear así en esa casa. Apenas eran las siete y ni el señor ni la señora habían salido de sus habitaciones. Solo estaban en pie los empleados como ella, siempre los primeros en levantarse y los últimos en acostarse. 

Por fin sostuvo el pomo dorado de la puerta, quitó el pestillo y abrió. Al otro lado vio a un hombre alto y de espalda ancha. Debía tener unos cuarenta y tantos años, aunque su expresión adusta y seria lo hacían ver mayor. Llevaba un traje barato (Clara había aprendido a distinguir la calidad de las telas gracias al tiempo que llevaba trabajando para Salvador Mackena), pero su ropa e incluso su rostro perdieron importancia cuando alzó la placa que le colgaba del cuello, al tiempo que abría su billetera para mostrar una tarjeta de identificación. 

—Inspector Farías, de la PDI. Necesitamos hablar con Salvador Mackena, por favor. —Clara, con la boca abierta por la sorpresa, miró detrás del hombre y vio a cinco efectivos como él y otros cinco vestidos con el uniforme de carabineros. 

La joven asintió por reflejo, aunque no entendía nada. 

—¿El señor Mackena...?

—Sí. Salvador Mackena. 

Clara escuchó pasos a su espalda y vio a su compañera, Julia, mirando con una de las ayudantes de cocina desde un rincón. 

—Señorita, le ruego que se apure —le espetó el detective con un tono que la tensó aún más en el puesto. 

—S-sí...

Se giró hacia el interior de la casa, dejando la puerta abierta, y corrió hacia las escaleras. Hugo entró al recibidor, seguido de los cinco jóvenes detectives que estaban a su espalda. El mayor llevaba un año como inspector, el resto solo unos meses. No era común recurrir a recién egresados, pero cuando no podías confiar en tus compañeros de Brigada, no había otra opción. Además, Lagos y él habían escogido bien. Todos eran hombres que rondaban la primera mitad de la veintena, fuertes y despiertos, que aún tenían en los ojos esa ansia por hacer las cosas correctas, por jugar en el bando de los buenos. Ya en la mitad del pasillo y con cuatro empleado de los Mackena de público, se giró hacia el que había escogido como segundo al mando, de apellido Alvarado. Era el que más le recordaba al Ramiro que había ingresado a la Brigada recién salido de la escuela para transformarse en su compañero.  

—Comiencen por el primer piso. A la gente me la reúnen en la cocina. Empleados y miembros de la familia, a todos.  

—Sí, Inspector. 

—Ya saben lo que andamos buscando. —Hugo miró al resto de detectives con la mano derecha levantada para enumerar—: Drogas, armas, cualquier tipo de documento que acredite transacciones nacionales o internacionales y material pornográfico. —Dio una palmada—. Andando. 

Lo obedecieron de inmediato. Cuatro se internaron en la casa y el quinto se acercó a los empleados para llevárselos hacia la cocina. Hugo se volteó hacia la mitad de efectivos de carabineros que habían puesto a su disposición y que seguían en la entrada. La otra mitad había rodeado la casa para impedir que nadie saliera por el patio o el estacionamiento. 

Cadáver sin nombre (Saga de los Seres Abisales II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora