CAPÍTULO DOS

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Manuel lo encontró sentado en el sillón destinado a sus clientes, ese que ocupaban mientras esperaban el momento de ser atendidos. La puerta de la oficina seguía cerrada y, en su interior, permanecían la foto y la hoja de papel donde María José Martínez había escrito una dirección de Lafken. Vicente, con los ojos fijos en el suelo, sufrió un respingo cuando su ayudante abrió la puerta. Trató de que este no notara su turbación, pero el sillón estaba justo frente a la entrada y el muchacho tenía vista de águila para esas cosas. 

─¿Ya se fue, jefe?─ preguntó al cruzar el umbral, sin quitarle los ojos de encima y con un tono más serio de lo habitual.

─Sí, hace un rato. 

─¿Y qué era? ¿Deudas? ¿Mató al esposo y ahora está soltera? ─ De haber sido otra la situación, Vicente se hubiera reído nada más ver el gesto de truhán que puso Manuel al decir lo último. Pero no tenía ánimos para reírse. Luego de unos segundos, lo único que hizo fue negar con la cabeza─. ¿Entonces, jefe?

─Busca a su hermano ─dijo el abogado con lentitud, queriendo despegar la vista de la cara de Manuel, sin lograrlo. El muchacho, casi de inmediato, dejó de sonreír─. Está desaparecido desde hace casi un mes. 

─La mandó a la Vicaría, ¿cierto? Como siempre.

No había reproche en la voz de Manuel. Ya no. En su momento, cada uno de esos casos derivaba en una pequeña discusión que consistía en Vicente intentando hacer entender al adolescente que las cosas no eran tan fáciles y que él no se dedicaba a buscar personas desaparecidas. Más o menos lo mismo que le había dicho a María José Martínez. Al principio Manuel se ponía rojo de impotencia e incluso le gritaba, pero con el tiempo, con calma y paciencia, Vicente lo había hecho entender. Lo que no le había dicho nunca es que él lo comprendía sin necesidad de argumentos por su parte, sin charlas pacientes y calmadas. Que sentía la misma impotencia y las mismas ganas de hacer algo más que darles consejos prudentes a la gente que venía a pedirle ayuda. Pero él no tenía quince años, sino diez más. La vida se había encargado de quitarle el idealismo poco a poco, sin contemplaciones. A veces le hubiera gustado que Manuel siguiera discutiendo como antes, porque así existía la posibilidad de que fuera el joven quien lo convenciera, y no al revés. Pero ya no lo hacía y su expresión de derrota le dolía más que cualquier cosa. 

─No, no la mandé a la Vicaría. Puede que no sea ese tipo de desaparición...

El muchacho, con los ojos fijos en Vicente, se acercó hasta el sillón para sentarse en el otro extremo.

─¿Cómo es eso? ¿Es un caso penal, entonces? ¿Un presunto crimen civil?

El abogado sonrió ante esa pequeña cascada de términos técnicos. 

─No lo sé aún. Tengo que investigar más.

─¿O sea que tomó el caso?

─Buena pregunta... ─murmuró, desviando sin querer los ojos hacia la puerta de su oficina─. Siento que no debería, Manuel. Pero no sé.

Escuchó que el joven suspiraba, no por incomodidad ante esa muestra de confianza por parte de su jefe, sino porque realmente estaba pensando en cómo decirle lo siguiente. 

─¿Por qué? ¿Es un caso muy difícil?

─Lo es. Sobre todo porque no debería haber venido a pedirme ayuda a mí. Debería haber ido a una comisaría.

─¿Para qué? ¿Para que esos hueones la mandaran de vuelta a la casa después de reírse de ella en su cara?─ soltó Manuel, atropellando una palabra con otra. 

─Cuidado con esa boca...

─Perdón... ¡Pero es que es verdad! Usted sabe que ir donde los pacos no sirve de nada. ─Vicente lo miró de reojo y solo ese gesto bastó para que el muchacho respirara hondo e intentara calmarse. Guardó silencio unos segundos y luego soltó la última pregunta que el abogado quería escuchar─. ¿Usted quiere ayudarla?

Cadáver sin nombre (Saga de los Seres Abisales II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora