CAPÍTULO VEINTE

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Manuel tuvo que concentrarse para dejar escapar el aire que estaba reteniendo. Al hacerlo notó lo tensos que tenía los hombros y la espalda, así como también la postura que había adoptado para alejarse lo máximo posible de la mujer que tenía al lado, la tal Mariana Duarte. Se había prácticamente acorralado a sí mismo contra la pared del bus que tenía a su izquierda. 

Cuando logró respirar con normalidad, se removió en el duro asiento que ocupaba y aprovechó que la mujer miraba hacia delante, sumida al parecer en sus propios pensamientos. La observó con detenimiento y llegó a la misma conclusión que había llegado antes, cuando la vio en el paradero y luego, cuando se sentó a su lado. No se había sentido amenazado sino hasta que había sido demasiado tarde. Ella no se parecía en nada a los hombres que la noche anterior habían secuestrado a Vicente, pero quizás ese era el punto. Pasar inadvertida para un joven que esperaba que tipos vestidos de negro y con fusiles en las manos aparecieran de la nada para llevárselo también. 

Barajó las posibilidades que tenía de escapar de allí, pero aparte de pasar por encima de ella o golpearla para ir a terminar al pasillo del bus y lograr de alguna manera que el chófer abriera la puerta lo más pronto posible para bajarse del vehículo, ojalá sin romperse el cuello o una pierna en el intento, no se le ocurrió gran cosa. De modo que se quedó quieto, dirigiendo la mirada hacia el mismo lugar que Mariana Duarte, si es que aquel era su nombre real. El silencio de ambos se extendió segundo tras segundo hasta convertirse en un minuto. Solo se oía el ruido del motor, de las ruedas sobre el asfalto y el murmullo de dos mujeres que charlaban a cuatro asientos de distancia. 

De pronto la joven despertó de su especie de letargo y, sin girarse, le habló. 

—Me sorprende que no me hagas ninguna pregunta... Por lo que me contaron de ti, pensé que eras de los que no se podían quedar callados ni con comida en la boca. 

Manuel tragó saliva con dificultad y se giró de nuevo para mirarla, grabándose en la mente el trazado de su perfil de frente curva, nariz recta pero un poco grande para su rostro y mentón hundido. 

—¿Quién es usted? —logró murmurar tras un instante. 

—Ya te lo dije: me llamo Mariana Duarte y no soy una de los malos. Quiero ayudarte a ti y a los demás, pero antes necesito tu ayuda. 

—Puede estar mintiendo. 

La mujer sonrió. 

—Puedo. Pero no estoy mintiendo. 

Rebuscó en el bolso que llevaba hasta dar con su billetera, de la cual sacó lo que parecía un carnet de identidad. Se lo tendió a Manuel y esperó a que este lo tomara entre los dedos. El muchacho leyó con toda la atención que le permitía su nerviosismo, fijándose en cada cosa tres o cuatro veces, hasta convencerse que había leído bien. La foto y el nombre coincidían. Lo giró y en un gesto que luego le pareció ridículo, lo sopesó. La tal Mariana lo observó de reojo durante todo el proceso, con una sonrisa que transmitía más calma que burla. 

—La gente falsifica estas cosas. Lo he visto. 

—¿Dónde?

—¿Cómo?

—¿Dónde lo has visto?

Manuel no supo qué responder y la mujer se dio cuenta. Volvió a sonreír. 

—Seguramente lo viste en una película de espías rusos o algo así. Lo que no quita que sea cierto; se pueden falsificar este tipo de documentos. —Al decir aquello, recuperó su carnet y lo guardó en la billetera—. Yo misma he falsificado muchos, unos cuantos para mí. 

Cadáver sin nombre (Saga de los Seres Abisales II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora