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Un corazón roto es difícil de reparar, sobre todo porque suele estar hecho añicos. Esta no era una simple teoría, lo había comprobado con el correr del tiempo y usando a mi madre de sujeto de pruebas. Me había costado trabajo entenderlo, siendo un niño era difícil ser consciente de algunos detalles, pero había llegado a la conclusión de que ella, por más esfuerzo que pusiese, no podía nunca terminar de juntar y unir los pedazos rotos. Cada que parecía estar bien y que podía llegar a sanar, su corazón volvía a resquebrajarse; a veces por un recuerdo, otras por la necesidad, en ocasiones por la impotencia. En aquel entonces, admiraba mucho a mi madre por eso, por el esfuerzo que hacía por mantenerse igual de expresiva que siempre a pesar de que debía reconstruir constantemente lo que la ayudaba a hacerlo. Años después, la admiré aún más cuando me paso lo mismo y, a diferencia de ella, no pude jamás terminar de juntar los pedazos rotos.

Mi madre siempre había sido una mujer decidida y fuerte, alguien que encontraba la forma de salir a delante a pesar de las adversidades, por lo que lograr que su corazón se recompusiese a pesar de las cicatrices que le habían quedado me maravillaba pero no me sorprendía; era natural en ella avanzar, no podía esperar menos. Pero en mi caso no fue así, para nada. Quizás era la edad, el momento, los antecedentes o lo frágil que era emocionalmente, pero el engaño de Francisco no solo me había aniquilado la poca esperanza que tenía en los sentimientos, sino que había convertido a mi corazón casi en polvo. Los pedazos habían quedado demasiado pequeños y, a diferencia de mi madre, no contaba con la voluntad para recogerlos, por lo que el trabajo tardó mucho en comenzar, causando que los que aún habían quedado aferrados se quebrajasen y cayesen uno tras otro para igualar a sus compañeros. Tardé meses en ponerme a juntar y pegar lo que quedaba y recordaba el proceso como algo tediosamente doloroso y agobiante, por lo que no tardé mucho en reforzarlo para evitar que volviese a pasar. Así como lo había armado, con huecos, cicatrices y faltantes, encerré a mi corazón en una caja y barrí los restantes para comenzar de nuevo, esta vez convencido de que nadie ni nada volvería a tener el poder de manipularlo como lo había hecho Francisco.

Al menos así fue hasta que llegó Samuel.

No podía decir exactamente en que momento lo había dejado abrir la caja en la que estaba encerrado, pero Samuel era una caricia a mi corazón, algo que parecía sanarlo cada que se lo proponía. Estaba roto y aún dolía, pero con él... todo era distinto. El miedo, aquel que tanto había condicionado mis relaciones a través del tiempo, parecía inofensivo con él a mi lado, cosa que jamás creí sentir con alguien como el mismísimo Samuel De Luque. Era egocéntrico, testarudo, peleador y orgulloso, pero me hacía sentir mejor día tras día, cada vez más. Porque también cargaba con un cariño descomunal que me hacía sentir por encima de las nubes y seguro a pesar de la altura, un cariño que jamás creí que alguien podría sentir por mí.

Samuel estaba enamorado de mí y yo, con el corazón roto y todo, estaba cada vez más enamorado de él.

El móvil vibró en mis manos y no pude evitar sonreír a pesar de que no había visto siquiera quien era quién me enviaba mensajes; sabía que era él.

Samuel <3: quieres que vaya?

Reí corto y bajo. Llevaba un par de días sin verlo más que por alguna que otra video llamada y las vacaciones me habían quitado la obligación de viajar tanto para encontrármelo en la universidad, por lo que pedírselo se había vuelto casi una necesidad. Sin embargo, no se lo había pedido directamente, conservando así mi natural porte orgulloso.

Yo: Captaste la indirecta?

Samuel <3: Hacía varios mensajes atrás, pero quería comprobar si eras capaz de dejar tu orgullo de lado y admitir que me necesitas

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