1 - Algún tiempo después.

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Han pasado veintidós años desde que me he decidido a contaros la historia de Beth, y es probable que todo el mundo se haya olvidado ya de ella, pero yo he sido incapaz. La he visto, todos estos años, esperando que, después de tantas vueltas, por fin pudiese ser feliz. Me obsesionó su bienestar, hasta el punto en que fui incapaz de quitarle el ojo de encima, mientras ella se convencía de que no pasaba nada: no podía ser feliz todo el tiempo, aquello era una utopía. La vida siempre le había dado una de cal y otra de arena.

Cogió aire profundamente y abrió la puerta de la habitación doscientos veintiuno, impostando una sonrisa con semejante práctica y naturalidad que casi pareció real. Su madre sonrió también levemente al verla entrar, pero en su rostro ya no quedaban fuerzas.

—Te he traído algo —dijo Beth, sacándose del bolso una pequeña magdalena sobre la que reposaban dos números: un siete y un uno —. En realidad, la hizo Emma, ya sabes que a mí no se me da bien la repostería. Así que puedes comértela sin miedo. Los médicos me han dado permiso, dicen que podemos hacer una excepción.

Su madre volvió a sonreír levemente y cogió la magdalena con manos temblorosas. Beth tuvo que contener las lágrimas. Siempre se esforzaba por parecer feliz delante de ella. Llevaba un tiempo siendo experta en fingir cosas que no sentía, y casi se había convertido en una profesional. Quizás era la vida adulta la que la había cambiado. Ya no era una niña.

—Feliz cumpleaños —murmuró, con un hilo de voz que quedó pendiendo en el aire, fuera de contexto. No parecía adecuado desear algo así en un sitio como aquel.

—Gracias, cariño —susurró su madre, dándole un bocado al pastel. Tragó con dificultad y no se extrañó al comprobar que no le sabía a nada. Eran los efectos secundarios de la quimioterapia. Le gustaría volver a probar la vida con otros sabores, pero ya estaba vieja y le había tocado despedirse de aquella manera: siendo incapaz de saborear las delicias que elaboraba su hija —. Está muy bueno —mintió, al tiempo que Beth componía una mueca de dolor. Las dos sabían que lo estaba, seguramente, pero ninguna lo había probado en realidad.

—¿Cómo te encuentras hoy? —Beth se acomodó en la silla que había al lado de su cama y la observó con expectación. Llevaba mucho tiempo preparándose para perderla, pero nunca sería suficiente para afrontar el dolor que estaba a punto de atravesar. Al menos, esperaba tener una despedida. Eso decían los médicos, que la avisarían cuando la pérdida fuese inminente, aunque aquellas cosas nunca se podían saber con exactitud.

—Estoy bien. ¿Tú qué tal? ¿No tenías trabajo hoy? —Beth negó levemente con la cabeza, aunque era mentira. También había perfeccionado el arte de la mentira hasta el punto en que, a veces, ni ella distinguía lo verdadero de lo piadoso.

—Me dieron el día libre —en realidad, lo había pedido ella y Gabriel no había tenido problema en dárselo. Llevaba veintidós años trabajando para él sin descanso, preparando casos, documentándose, siendo lo que nunca pensó que sería: una abogada con una vida adulta. Cuando le contó lo de su madre, no dudó en decirle que se cogiese el tiempo que necesitase, y en ese sentido no podía quejarse. Al final, lo que necesitaba era eso: tiempo. Un poco más de tiempo a su lado, aunque solo fuese un poco.

—¿Qué tal está Hugo? —Beth se encogió un poco ante aquella pregunta, incómoda. Aunque estaban casados, llevaba un mes sin verle, y sentía que, en cualquier momento, llegaría a casa y le diría que quería el divorcio. No le parecería raro, llevaban un tiempo sintiéndose un par de desconocidos, y ni siquiera sabía cómo habían acabado así. Nada en aquella vida era perfecto, ni siquiera el amor que parecía eterno.

—Aún no he hablado con él —su madre la observó durante un buen rato, antes de volver a hablar con solemnidad.

—Tenéis que arreglar las cosas. Me sentiría mal yéndome de este mundo sabiendo que estás peleada con el amor de tu vida —los ojos de Beth se aguaron inevitablemente. No sólo por la perspectiva de perderla, sino también porque ya no estaba segura de que Hugo fuese el amor de su vida. Siempre había sido una indecisa, y todas las discusiones, la manera en que sintió que él había cambiado (o quizás era ella y por eso le veía diferente), la monotonía, la rutina, la distancia, los sueños que se habían quedado por el camino y de los que se culpaban mutuamente... Era demasiado peso para una relación sana.

El mejor amigo de mi hermano (EMADMH#2)Where stories live. Discover now