5- De camino a las pistas

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La mañana llegó a Italia con calma, como si no augurara nada malo en el mundo, en el país y en el corazón de algunos jóvenes mafiosos.

Bruno había llegado a la calle del comercio. No era la más grande; constaba de un pasillo largo, con comercios, tanto de puestos como dentro de edificios, a ambos lados de la calle. Podías encontrar curiosidades en este lugar, destinadas al arreglo de mujeres: collares, perfumes, zapatos, vestidos caros, moños, maquillajes y más.

Bucciarati caminaba junto con su pandilla, observando el largo pasillo de comercio que los esperaba. Se dirigió a Abbacchio después de un largo suspiro:

—Necesito que nos separemos. Recuerden: buscamos un vendedor de piedras preciosas; al parecer él mismo las talla y las distribuye. A todos los que cumplan esas características tómenles fotografías, espíenlos y luego los interrogamos todos juntos.

Su pandilla asintió, mientras comenzaban a separarse para iniciar la búsqueda, la cual les llevó toda la tarde. El ocaso caía sobre los compradores, que ya se retiraban a sus hogares, dando por terminada una jornada más; vendedores, clientes, gente que solo iba a curiosear, todos se retiraban por ese día.

Bruno no tuvo suerte; había muchos lugares dedicados a joyería y piedras, pero no encontraba a alguien que las trabajara directamente, hasta que una llamada a su celular lo llenó de esperanza.

—¿Sí? ¿Abbacchio?

—Jefe, lo tenemos; Fugo y yo lo encontramos; estamos entre la calle Zafiro y Magnolia.

—Voy para allá. —Cortó la llamada Bruno, dirigiéndose hasta donde le habían indicado.

Por curioso que parezca, sintió una especie de «emoción», imaginándose el rostro de felicidad de Antonella... y su hermanito, claro.

¿Qué creían? ¿Qué esperaban? Je, lo siento. Sigamos.

Llegó lo más rápido que le permitían sus piernas, adentrándose hasta un pequeño local de aspecto viejo, donde en sus escaparates mostraban bustos con joyas hermosas, rubís, esmeraldas, perlas, brillantes, de todo, exquisitamente tallados y labrados en figuras hermosas; puestos en collares, aretes y anillos.

Abbacchio se encontraba frente a un señor entrado en años, que observaba con interés una joya junto a Narancia, fascinado por el brillo de la piedra preciosa.

—Bucciarati —nombró Fugo, mientras su jefe se acercaba al hombre, mismo que, en cuanto escuchó el nombre, dejó de lado la piedra, observando con cautela al joven que había llegado.

—Conque tú me buscabas, ¿a qué debo el honor de que el reconocido Bucciarati me busque? ¡Y en mi propia tienda! Mi vecino no me la va a creer.

Bruno carraspeó, antes de dirigirse al anciano que tenía aspecto bonachón.

—Buenas tardes. ¿Usted es el único de esta calle que trabaja piedras preciosas?

—¡Obvio! Los jóvenes de ahora piensan que es más fácil conseguir alguien que les haga el trabajo y solo dedicarse a vender. ¡Bah! Antes solíamos vender lo que trabajábamos con nuestras propias manitas; ¡eso es arte! ¡Esa era la manera correcta!

—Ya veo. ¿Tiene muchos clientes?

—Gente conocedora del arte fino de labrar. Sí, tengo muchos clientes, conocedores, novatos, de todo un poco —se regodeaba el señor, volviendo a fijar su atención en la joya de su mano, con devoción.

—Iré al grano: ¿conoce a la señora Magdalena?

—Sí, conozco a esa horrible regordeta.

La respuesta tomó desprevenido a Bruno, que esperaba un gesto de miedo ante la mención de ese nombre; pero no, el señor contestó sin duda, rápido, y más aún, parecía despreciar a la señora Magdalena.

¿Te volveré a encontrar? Bruno Bucciarati x lectoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora