Capítulo 11

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El momento por fin había llegado.

El sonido de los cascos de los caballos resonaba en las calles de la ciudad a medida que los carruajes se desplazaban, llevando a los miembros de la aristocracia hacia las grandes galas que se estaban celebrando. Pero había una de ellas que era reconocida como el evento de apertura de la gran temporada en Zándar: la velada floral ofrecida por los duques de Berkel.

Y ese era nuestro destino.

Ellos abrían las puertas de su majestuoso invernadero, donde se podían observar los colores y gozar de los aromas de las más exóticas flores. Pero había una que era tan especial, que la celebración giraba en torno a ella: la gran Dama de Medianoche, una preciosa y fragante flor blanca que abría sus pétalos una vez al año y permanecía así por tan solo unos cuantos minutos antes de morir, justo a medianoche. De allí derivaba su curioso nombre, según sabía.

Había tenido la oportunidad de asistir a la mágica velada de los Berkel durante mi primera temporada en sociedad, y nuevamente atestiguaría el florecimiento y la muerte de la misteriosa flor, gracias a la mujer que iba frente a mí.

Lady Rosmond lucía tan regia y serena, envuelta en su elegante vestido vino tinto, que parecía más opaco debido a la oscuridad que nos acompañaba dentro del carruaje. Todo lo contrario a mí, que temblaba como una hoja azotada por la brisa otoñal. Y no se debía al miedo, sino más bien a la zozobra natural debida a la incertidumbre, porque de mi desempeño esa noche dependería el resultado deseado al final de la temporada: una propuesta de matrimonio. Y no una cualquiera, sino la del hombre que yo escogiera como el indicado para ser mi compañero de vida.

―Todo estará bien, niña mía ―ondeó la refinada voz de la duquesa―. No dejes que los nervios te gobiernen.

―Estaré bien, su gracia... Es solo que de esta noche dependen muchas cosas.

Aun con la poca luz que se filtraba por las ventanas de cristal, pude vislumbrar su sonrisa rojiza.

―Es cierto, pero nos hemos preparado bien para ello ―mencionó, señalándome de arriba abajo.

Observé mi atuendo; los primeros vestidos que había confeccionado la señorita Gardiner eran vaporosos, de corte sugerente en corpiño y espalda, y de conmovedores colores como el azul cerúleo que llevaba puesto, y que se arremolinaba con el fondo blanco en la falda, marcando patrones florales. La descripción de lady Rosmond al verme fue: "un precioso y pacífico cielo".

―Serás admirada como un diamante, querida Amelia, pero lo más importante de todo, es mostrarte tal cual eres: una mujer encantadora, risueña y muy inteligente. No vayas a reprimirte por nada del mundo ―mencionó y palmeó mi mano.

Asentí, recordando lo que me había dicho apenas subimos al carruaje. No había estrategia, no había plan porque no estaría a la caza de un marido como lo harían las demás damas y debutantes. Mi único objetivo era sonreír, divertirme, conversar y resplandecer.

Miré hacia abajo de nuevo. La señorita Gardiner había hecho su parte al exaltar mi belleza externa; dependía de mí hacerles ver a la verdadera mujer que vivía en mi interior. Y si bien existía el riesgo de no agradarles, estaba dispuesta a tomarlo porque no quería mostrarme con una máscara de perfección que significaría la muerte para mí, ya que no podría sostenerla por mucho tiempo; menos con quién sería mi socio en la más grande aventura llamada vida.

Ambos merecíamos conocernos y aceptarnos mutuamente. Así de sencillo.

―Quizás esta noche no se generen tantas conversaciones, así que aprovecha cada ocasión para demostrar que no eres un mero adorno.

La dama de medianocheUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum