Capítulo 29

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En el momento que el cochero subió las maletas de Ned en el carruaje, recordé cuanto odiaba las despedidas. Bien decían que el corazón no comprendía razones, porque aun cuando sabía que él debía volver a la universidad para continuar con sus estudios, que la lejanía sería temporal, la melancolía me invadió sin permiso.

Suspiré, todavía no se había ido y ya extrañaba sus fanfarronerías y provocaciones de hermano menor.

―¿Estás seguro de llevar todo?

―Madre, llegué aquí con un bolso en el hombro y ahora me voy con dos maletas ―contestó con esa sonrisa pícara tan propia de él.

―Es que a todo lo que te pregunté me dijiste que no tenías y eso es inaceptable ―respondió ella en ese tono que no daba lugar a réplicas, para luego tomar las manos de aquel que siempre sería su pequeño―. Oh, querido, cada vez que te marchas es lo mismo.

El rostro de mi hermano se suavizó y recibió de buen agrado el abrazo de nuestra madre.

―Lo sé, lo sé... Soy la chispa de esta familia y me hago extrañar.

―Pues a veces desearíamos que esa chispa fastidiosa estuviera tan lejos como el sol ―resopló la voz de Erick a mi lado.

―¿Es amor lo que detecto en tu tono?

―Mezclado con mis ganas ocultas de cometer fratricidio, sí ―sonrió con socarronería.

Verde con verde fingieron enfrentarse, aunque Erick no resistió mucho y brincó a sacudir la cabellera castaña de Edmund entre risas. En mi memoria reviví la imagen del muchacho que tantas veces se culpó de las travesuras para que su hermanito no fuera reprendido con tanta fuerza; y luego, el pequeño y desdentado Ned, que le contrabandeaba los dulces quitados como castigo.

Los cómplices perfectos, solía decir mi madre y tuvo razón.

―Trata de volver en una pieza.

―Me ofendes ―resopló Ned y alzó sus manos―. Estas, querido hermano, son muy valiosas y procuro no arriesgarlas en peleas sin sentido.

―Lo que te mete en problemas no son tus puños, sino las dagas que salen de tu boca. ―Esa vez fui yo quién removió su cabeza y le saqué un gruñido―. Ten cuidado, ¿sí?

Ned bufó y asintió.

―Trataré que mi franqueza no sea tan letal para mantener seguras mis manos. Después de todo, debo hacer tu retrato.

―Eso está en veremos porque bajo ningún concepto aceptaré un cuadro mal hecho ―dije en tono austero.

―Oh, hermana mía, todo lo que yo hago es perfecto, así que no te preocupes.

Al ver que me guiñaba el ojo con pedantería, se ganó un golpe de mi parte en el hombro; sin embargo, yo conocía el verdadero trasfondo de esas palabras que eran pretenciosas solo en la superficie, porque era la forma de Edmund Harding de decirme: "Te prometo practicar hasta quedarme sin dedos, porque tu retrato debe ser el mejor".

Al ver que Erick se acercó a Abby, Ned aprovechó para inclinarse hacia mí y en ese momento evidencié que aún reinaba en su mirada la intranquilidad provocada por mis acciones del día anterior. Así que lo pellizqué en sus mejillas para fastidiarlo como solía hacer cuando éramos niños.

―Estoy bien, chiquillo.

Se sobó la enrojecida piel cuando lo solté y me hizo saber que había logrado calmarlo al proferir esa risilla traviesa tan propia de él.

La dama de medianocheWhere stories live. Discover now