1

50.1K 1.9K 574
                                    

Camino a solas por una calle poco transitada. Es de madrugada y me sigue un hombre. Oigo sus pasos, hace un rato que me viene detrás.

Voy vestida tal como salí del trabajo y no soy especialmente atractiva. De hecho, soy la típica chica invisible. Bajita, sin cuerpazo, más mona que guapa. Dicen que parezco una ratita de biblioteca. Si me sigue no es por mi aspecto, se siente atraído por otra cosa.

Giro a la izquierda, acelero el paso. Vuelvo a girar a la izquierda. Otra vez más. He dado la vuelta a la manzana y el tipo ha hecho lo mismo. Si quieres saber si alguien te sigue, la mejor forma es hacer una vuelta entera a la manzana. Si él también la da, significa que no es casual que esté tomando el mismo camino que tú, simplemente te está siguiendo.

Siento el corazón en la boca, una sensación extraña latiéndome en todo el cuerpo, la adrenalina en el pecho.

A la siguiente esquina comienzo a correr. Corro, corro y corro, y me adentro en una callejuela estrecha, muy oscura. Atravieso la calle esquivando bolsas de basura y restos de comida. Pero no tiene salida. Al fondo hay una valla de reja que me corta el paso. Mi perseguidor me cierra la escapatoria por el otro extremo, se acerca poco a poco. Respira fuerte, un jadeo casi animal.

—Has vuelto —dice con una risita de satisfacción.

Doy un paso atrás, golpeo la valla con mi espalda.

—¿Qué pasa, no aprendiste después de la última vez? ¿Te quedaste con ganas de más? —gruñe, arrinconándome.

Incluso con tan poca luz se le nota la mandíbula fuerte, los músculos marcados a través de la camisa sudada. Ha sudado mucho, siempre sudan así antes de tomarme por la fuerza. Cruzamos una mirada y me sonríe. Es joven y atractivo, demasiado atractivo para necesitar esta clase de sexo.

Acerca su cara a la mía. Pero mantengo mis ojos fijos en los suyos.

—Te dije que volvería a follarte y aquí estás, el mismo día, a la misma hora, en el mismo callejón, lista para que lo haga de nuevo.

Su voz grave me enciende las pocas hormonas que seguían dormidas.

—Te estaba esperando —respondo.

—¿Hoy también lo quieres duro?

Rodea mi cuello con sus dedos, me da besos bajo la oreja.

—Házmelo como quieras —jadeo—, pero házmelo.

Atrapa el cabello de mi nuca y tira hacia atrás para exponer mi cuello a sus besos, a sus mordiscos. Clavo los dedos en su espalda, se la acaricio subiéndole la camisa. Dirijo su cabeza hacia mis clavículas, a mis pechos.

—Oh, sí...

Chupa, lame, muerde. Ahogo un gemido cuando me los aprieta. Tiene tanta fuerza, es tan corpulento, que su cuerpo me inmoviliza contra la valla, me atrapa y me aplasta, me asfixia, me devora. Su boca castiga uno de mis pezones mientras su mano se enreda en mi pelo. Tira de mí hacia arriba, me agarra del cuello y me aprieta la mejilla contra la verja. Ha puesto su muslo entre los míos y lo sube para que pueda frotarme. Siento lo firme que está, la dureza de sus músculos, cuando me aúpa hasta tener mi cara a la altura de la suya.

Respira en mi oído, me besa la sien y me dice:

—Querías esto, ¿verdad?

Pero me siento demasiado aturdida para saberlo.

—Dime qué es lo que quieres —me exige estrangulándome.

Que me folle sin preguntas, sin respiro ni contemplaciones.

—Solo fóllame —le suplico, restregando mi entrepierna contra su cuerpo.

Con un tirón firme de cabello me pone de rodillas. Se abre la hebilla del cinturón con urgencia mientras mi boca espera su regalo ya abierta. Posa su mano en mi cabeza y la dirige para que lo engulla.

—Tienes que estar muy desesperada para volver aquí después de lo que te hice la última vez. —Su voz es apenas un gruñido, está tan excitado que noto cómo le palpita en mi boca, saltando de mi lengua a mi paladar—. ¿Te quedaste con ganas de más, pequeña perra?

Cuando me la saca para que le responda, le dedico una sonrisa prepotente que lo cabrea. Dobla mi cuello hacia atrás agarrándome del pelo.

—¿De qué te ríes?

Su frustración me agranda la sonrisa.

—¡¿De qué te ríes?! —grita, zarandeándome la cabeza.

—¿De verdad crees que tú me escogiste a mí?

Vuelve a metérmela de un empujón, sin piedad. Ocupa toda mi boca hasta mi garganta, me asfixia. De vez en cuando la saca para darme una bofetada.

—¡¡Deja de reírte, joder!! —me ordena, tirándome de bruces al suelo.

Muerdo mi labio para no estallar a carcajadas. Siento la cara ardiendo, la piel sensible y mis bragas húmedas. Cuando me incorporo gateando, veo que un hombre nos observa desde la boca del callejón. Pensar en cuánto rato hace que está ahí, en cuánto habrá visto, me pone todavía más húmeda.

Con los pulgares me bajo los pantalones y las bragas a la vez.

Tengo suficiente para satisfacer a los dos.

Solo queda ver si podrán satisfacerme a mí.

Súcubo (+21)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora