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c o n w a y

Yo era de los que visitaba los museos por gusto, por placer. Era algo que hacía mínimo una vez al mes, dos si el tiempo me lo permitía, cuatro si estaba de vacaciones. Valía la pena gastarme en dinero en ello aunque fuera repitiendo de lugar en más de una ocasión.

Estábamos a martes y acababa de comer. Para hacer tiempo hasta que llegara alguien a casa y no estar solo del todo, fui a la Galería Nacional. No pagué nada, como siempre pues tenía un bono anual que había renovado hacía menos de dos meses. Además, me ahorré colas.

Como tampoco tenía demasiado tiempo, decidí hacer un recorrido sin detenerme demasiado salvo en la exposición nueva de vorticismo. No era mi movimiento artístico favorito ni de lejos, ni tan siquiera acababa de gustarme, pero como con toda obra de arte me gustaba observarla, analizarla y criticarla interiormente. Me sorprendió la cantidad de gente que había viendo aquella exposición (temporal, esperaba), porque el vorticismo no era un movimiento que hubiese triunfado demasiado desde su creación en el siglo XX. El pobre solo tuvo tres años para lucirse; incluso menos.

Salí de la Galería por una de las salidas de emergencia para no tener que ir hasta la salida, que estaba en el quinto pino. Ya me sabía algunos truquillos tanto como para salir sin hacer colas y atajar para no tener que pasar por todas las salas. El mago de las galerías.

Nada más ser arropado por el fresco aire londinense (ya no frío, pues comenzábamos a tener temperatura de marzo), se me ocurrió mirar el móvil. Entré en Instagram y... cero. September no había visto ninguno de mis mensajes. Ni el que le dejé al acabar el examen ayer, ni el de esta mañana preguntándole si todo estaba bien, pues era extraño que ya no me hubiese dicho algo.

Y, sí, lo admito, estaba algo preocupado.

Conocía poco a September, pero entre clase y clase nos habíamos ido soltando más información personal que solo se les releva a las personas en las que se confía al menos un poco. Ya sabía que tenía una relación complicada con su familia y que solo se hablaba con su hermano, que su mejor amigo la había acompañado a York, que su mejor amiga era de un pueblo italiano, que no sabe qué hacer con su futuro aunque sueña con abrir una galería de arte, qué asignaturas odia a pesar de que se le dan bien... No sé, me sentía cerca de ella incluso teniéndola a 350 km.

Y que no me hubiese respondido ninguno de los mensajes, cuando ella era de las que respondía rápido, me preocupaba un poco. Ya no para estudiar con ella, porque ya había terminado la temporada de exámenes y solo quedaban proyectos, si no simplemente para... ¿hablar? ¿no perder el contacto?

Caminé hacia mi apartamento sin demasiada prisa, pues Finnick estaba llegando en esos momentos. Subí y nada más abrir la puerta escuché la música. En efecto, ya había llegado. Cerré, dejé mis llaves en el mueble de la entrada y fui hacia el salón mientras me deshacía de la chaqueta. Mi amigo estaba sentado en el sofá, pero al revés. Cabeza abajo, pies arriba. Y, por si no fuera poco, se estaba masajeando la cabeza.

Finnick no estaba del todo lúcido, voy a ser claro.

―¿Hay alguna razón por la que quieras bajar la sangre hacia tu cabeza? ¿Una erección en mal momento o qué? ―me burlé mientras iba a la cocina a por un poco de café.

―No, capullo ―gritó desde el salón.

―¿Entonces?

―He leído que para prevenir la caída del pelo, debo ponerme así y masajearme la cabeza.

―Finnick...

―Lo decía un estudio capilar, así que no me vengas con que me he tragado un bulo.

55 días de septiembre ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora