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s e p t e m b e r

Después de haber convivido casi cuatro días con Conway, me sentía extraña. La noche del jueves fue de lo más solitaria, ya que las últimas tres las había pasado abrazada a él; la noche del viernes fue aún más extraña, pues la almohada aún olía a él pero no lo sentía junto a mí... Parecía que había dejado un rastro de él por todo mi dormitorio y no quería deshacerme de él. Ni con la vela de siempre lograba desprenderme de él. Aunque tampoco quería.

Y hablando de velas... Le había dejado una de mis favoritas en la bolsa (envuelta en una bolsita para no regarle la ropa con el olor) para que se llevara algo mío. Ambos habíamos hecho lo mismo, en realidad, porque él dejó su bufanda colgada en el perchero. Y sabía que lo había hecho de forma consciente.

Esos casi cuatro días me habían sabido a poco. Los habíamos aprovechado bien, habíamos hablado muchísimo y nos habíamos conocido de forma más personal, pero su compañía era tan agradable que hubiese querido que se quedara un mes más. O dos. Quizá algunos más. Nacieron en mí pensamientos que no había tenido desde mi adolescencia y, por primera vez en la vida, me había reprimido algunas acciones.

Habíamos desarrollado una gran confianza de forma muy rápida, lo cual nos había dado libertad en algunos aspectos, como a la hora de hablar de ciertos temas que no trataríamos con otras personas, o como en el contacto físico. Mi cuerpo me pedía continuamente estar en contacto con el de Conway, lo cual era normal en cierta forma en mí pues siempre había sido muy cariñosa, aunque hacía mucho que no me ocurría de una forma tan intensa. Era una necesidad diferente, incapaz de ser explicada con palabras. Tan complicada de ser explicada con palabras, que incluso tuve ganas de besarle en más de ocasión; y no hablo de besos en la mejilla, precisamente.

Era verlo allí, en mi refugio, formando parte de él como si fuese uno de los pilares, mirándome con esa sonrisa que tan suya era y con un par de rizos tapando su frente...

Se lo conté a Tiana y Tanner. Ella lo llamó instinto; él lo nombró falta de sexo.

Obviamente, no era la falta de sexo lo que me hacía querer más con Conway. Si fuera eso, imagino que estaría caliente 24/7 con él. Lo que sentía no venía de entre mis piernas, si no del corazón. Y era extraño para mí, pues usualmente no sentía esas cosas...

No tenía sentimientos por nadie desde la adolescencia, cuando tan vulnerables y susceptibles son nuestros sentimientos, cuando tantas ganas tenemos de conocer el amor y cuando pensamos que los "para siempre" son eternos de verdad. No me habían roto nunca el corazón, tampoco lo había pasado demasiado mal por amor, y tampoco estaba en mis planes vivir algo así, a pesar de que el dolor y yo éramos íntimos desde hacía años.

Con no querer enfrentarme a un corazón roto, me refería a que estaba claro que, ocurriera lo que ocurriera con Conway, no saldría bien. Una relación no podía vivir mucho tiempo si las dos partes estaban separadas por más de 300 kilómetros. Porque ni yo iba a ir a Londres, ni permitiría que él viniera a York.

Así que... tocaba mantener viva la amistad que habíamos construido a pesar de querer dar un paso más allá.


Las clases habían vuelto a empezar y, como cada año, después de las vacaciones de primavera la gente faltaba más a clase. Desconozco la razón, pues en un par de meses teníamos los últimos exámenes y las exposiciones del proyecto de fin de carrera, por lo que era casi obligatorio machacar más los estudios. Yo era la excepción, pues no solía faltar ni un día a clase. Tenía una angustia permanente en el pecho que provocaba que me sintiera fatal si faltaba y me perdía algo importante, porque nunca se sabía. Eso ya venía desde mi infancia, pues todos los días que faltaba a clase ocurría algo inigualable para una niña: visita sorpresa al parque noséqué, chocolatada a la hora del desayuno, día de actividades libres en gimnasia...

55 días de septiembre ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora