Capítulo 4 - Dos opciones

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Sadira abre los ojos con pesadez, aún más dormida que despierta. Lleva en la cama poco más de media hora pero es tiempo más que suficiente para que un ángel se recomponga. Espera encontrase con el techo de su habitación, pero en su lugar vislumbra unas densas ramas de altos árboles que a duras penas dejan entrever el cielo nublado que aguarda en lo alto. El enigma de la situación le hace sobresaltarse como si de una pesadilla acabara de despertar. Mira a su alrededor con los ojos bien abiertos. Sin duda se encuentra en el bosque.

Agarra un puñado de tierra con la mano derecha; su estado húmedo le indica que hace poco ha parado de llover. Lo confirma con las gotas de rocío depositadas sobre la superficie de algunas plantas. Pero para su sorpresa, el viejo camisón que viste a modo de pijama no está mojado.

Se pone en pie, descalza y desconcertada, e intenta dar con el camino de vuelta a la Ciudadela. Si se ubica correctamente, no le queda muy lejos. Se siente pesada y algo aturdida, y de vez en cuando se apoya en los árboles para caminar. Tras un rato deambulando considera la opción de pararse a descansar, pero esa idea se le va de la cabeza al reparar en lo preocupado que debe estar Marx por ella.

Alcanza un pequeño riachuelo de agua cristalina y se arrodilla ante él. Toma agua con las manos y se frota la cara efusivamente. Conforme va descendiendo las manos al terminar, intuye en el agua el reflejo de su rostro. Da un respingo hacia atrás de la impresión pero no aparta la vista; un mechón negro recorre desde raíz su larga cabellera castaña. Lo desprende del resto con la mano y lo sitúa frente a sus ojos para asegurarse de que no es tan sólo un efecto del reflejo. Para su sorpresa es efectivamente el color que presenta, y no es lo único; sus labios también han abandonado su típico color rosado para adoptar un semblante grisáceo.

No se reconoce ante la imagen que le devuelve el agua, pero quizá no le presta toda la atención que debería. Se levanta más confusa si cabe y echa la vista al frente; un poco más adelante los árboles comienzan a dispersarse y se vislumbra el final del bosque.

Por la escena que presencia al salir, el entorno de la Ciudadela poco concurrido, deduce que serán alrededor de las diez de la mañana. Eso le aporta cierto alivio porque menos personas llegarán a percatarse de su atuendo embarrado y desprovisto de calzado. Recorre la ciudad intentando no ser vista y rápidamente alcanza la casa que comparte con Marx.

—¡Gracias a Dios! Ya estoy aquí. No vas a creer lo que me ha...

—No mencionamos a Dios en vano —incurre desde la pequeña biblioteca leyendo un libro en un sillón—. ¿Dónde estabas?

Sadira se dirige a su habitación para cambiarse de ropa al tiempo que dice:

—¿Sabes? Creo que soy un ángel de los sueños —cierra la puerta tras de sí—. He tenido uno tan realista que me he acabado teletransportado.

Marx cierra el libro, lo coloca en la estantería y se encamina hacia su puerta con una curiosidad desbordante. Sadira continúa.

—No se si tendrá muchas aplicaciones útiles pero siempre es mejor que nada...

Escoge la ropa que se va a poner, aunque su armario repleto de infinidad de vestidos blancos no le da muchas opciones. La mayoría, desgastados con el tiempo, se han vuelto de un color amarillo pálido. Elige el que parece estar en mejores condiciones.

—Ese poder no existe —inquiere contundente desde el otro lado de la puerta.

Sadira está tan absorta en sus propios pensamientos que no parece prestarle atención.

—¡Pero qué digo! Es mi don ideal. Casi todas las noches sueño con la Tierra, así que me despertaré allí cada mañana al despertar.

Acaba de vestirse y abre la puerta. Marx observa estupefacto su mechón oscurecido. Sadira no hace ningún comentario al respecto, al fin y al cabo no sabe cómo se ha originado. Marx dispone la mano frente a su pecho y cierra el puño, como extrayendo parte de su esencia e intentando percibir qué energía ha desarrollado.

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