Capítulo 11 - Batalla Lustral

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Con el filo de una piedra increíblemente puntiaguda, Sadira se corta algunas greñas de la parte delantera del cabello para hacerse un poco de flequillo. Desliza los dedos sobre el mechón negro, que desentona enormemente con su color castaño, y le dedica una mirada dubitativa: no sabe si incluirlo también. Piensa que tal vez cortarlo parecería un intento de esconderlo. Pero es más bien al contrario: de esta forma se haría mucho más visible. Finalmente, una hilera de pelo oscuro cae formando leves ondulaciones en el aire.

Dirige la mirada a su vestimenta. Lleva un conjunto blanco cubierto completamente por un abrigo negro firmemente abrochado. El color níveo a penas se logra entrever, pero está ahí. Se acomoda la chaqueta y se saca el pelo por arriba. Después se sostiene por unos segundos la pequeña esfera que le cuelga del cuello. Ella misma fabricó el collar hace no mucho y ya se ha convertido en su amuleto más preciado.

Sale de la cabaña y coge una bolsa que pendía de la rama de un árbol cercano. Se la cuelga por la cintura y echa un vistazo a su interior. Se alivia al comprobar que todo sigue en su sitio: una exuberante flor de color verde lima, con propiedades potenciadoras del poder de los ángeles de la flora; un plano que detalla a la perfección la ruta a seguir para alcanzar el templo Premonición, olvidado siglos atrás; y una piedra Origen, con un poder suficiente para hacer germinar una nueva especie en la Tierra.

—Medio día por la flor, dos por el mapa y otros cuatro por la piedra. No aceptes menos.

—La teoría me la sé.

—Diles que tienes más, mucho más. Pero que por el momento eso es lo que estás dispuesta a entregar.

Dirige la mirada a su brazo derecho. Por primera vez en mucho tiempo ya no está adornado por ese curioso estampado vegetal que simboliza su papel de guardiana. Han decidido que lo mejor por el momento será ocultar esa parte de ella. Y aunque se siente extraña con el brazo desnudo, en el fondo sabe que las raíces siguen ahí, solo que invisibles a los ojos.

Alza la mirada y da media vuelta. Un camino rectilíneo conduce directamente desde su casa hasta la frontera. Ellas mismas despejaron el  sendero junto a otras varias rutas más. Solo debe decidir tomarlo.

—Todo va a salir bien.

Sadira asiente nada convencida. De hecho, se le viene a la mente un: "si no he vuelto en unas horas manda animales a buscarme" que sin duda no pasa desapercibido para Abali. La zona negra le devuelve telepáticamente la frase: "recuerda que aquí tienes tu refugio".

Encamina la marcha con pasos inestables y temblorosos que pronto intenta corregir. Aunque quiere aparentar normalidad, el latido de su corazón se puede percibir a simple vista agitando sutil pero ininterrumpidamente sus ropajes.

Poco después la muralla de árboles enrevesados se desenlaza ante ella. Solo un paso la separa de lo que tanto lleva esperando: recuperar su antigua vida. Y de lo que tanto lleva temiendo: afrontar la realidad, pues de su antigua vida puede ya no quedar nada. Se comprime la bolsa contra su cuerpo, sujetándola con firmeza, e inspira profundamente. Pero antes de que pueda avanzar por su propio pie, una gruesa liana la empuja al exterior.

—¡Me estaba mentalizando! —refunfuña mientras se aleja—. Que poca paciencia.

Repasa el plan en su cabeza: dirigirse a la Corte Celestial y proponerles el trato a sus consejeros. Se calma interiormente con que no parece gran cosa. La Corte se sitúa en la plaza central, así que no le depara un camino demasiado prolongado. El plan también incluye ignorar a quien sea que se cruce en su camino, aunque esa parte no ha sido necesaria hasta el momento.

Ni lo será, porque todos los habitantes se encuentran aglomerados en la plaza. Y no porque haya abierto un portal hacia la Tierra –que ojalá–, sino porque los consejeros se disponen a anunciar un discurso en ella. Son tres, Marx entre ellos, y están subidos a lo que parece ser una plataforma temporal. Sadira escucha escondida entre los muros e intenta que su presencia oscura pase inadvertida. Es la primera vez que pone en práctica un conjuro de encubrimiento, que no la invisibiliza a ella sino a la esencia que desprende, y parece surtir efecto. Observa que Marx es el primero en dirigirse a su pueblo:

Los TerrenalesWhere stories live. Discover now